CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). Supongo que algo de pena debe sentir hoy el presidente López Obrador cuando recuerda sus palabras de que “patentaría” el modelo económico seguido por México para enfrentar la crisis económica, pues sin necesidad de recurrir a deuda –al contrario de lo que ocurrió con una gran cantidad de países— según él, logró sortear los efectos más dramáticos de la caída de la actividad productiva, garantizar la estabilidad y mantener importantes expectativas de crecimiento sostenido. Resulta que no, que no habrá tal crecimiento, que las expectativas se están desinflando, que los factores endógenos no están alentando la expansión de la planta productiva, y que los factores exógenos, principalmente el dinamismo de la economía estadounidense, no están siendo los factores de arrastre de la economía nacional. Un hecho es revelador del fracaso del programa económico, del modelito a patentar: México será uno de los pocos países en el mundo cuyo producto interno bruto no recuperará este 2022 los niveles previos al estallido de la crisis económica y sanitaria estallada hace dos años.
La caída de 8.3 puntos porcentuales del PIB en 2020 no alcanzará a ser compensada con una recuperación del orden del cinco por ciento en 2021 y con un decepcionante máximo de dos puntos en 2022, según pronósticos de algunas entidades financieras. Así que habrá que esperar hasta 2023 para ver si se logra recomponer el rumbo y se cierra el ciclo sexenal en 2024 con algo de crecimiento. Es dudoso a estas alturas porque el gobierno, lejos de buscar convergencias estratégicas para gestionar de manera adecuada las interdependencias entre los agentes productivos, se ha dedicado con mucho empeño a destruir capital social, esto es, las relaciones de confianza y de cooperación en que se finca una parte importante de la expansión del aparato productivo. Así están las cosas: tanto que se criticó el magro crecimiento de la economía mexicana durante todo el periodo neoliberal, de apenas un dos por ciento, y que Rolando Cordera calificó como “estancamiento estabilizador”, para que ahora sea añorado, visto con nostalgia ante la perspectiva sombría de un crecimiento cero a lo largo del sexenio.
Ojalá y no ocurra así. Nada me gustaría más que estar equivocado. El asunto está en que entidades financieras están revisando a la baja las expectativas de crecimiento de la economía mexicana para el cierre del 2021 y para este 2022. Bank of America Securities, por ejemplo, ha rebajado la expectativa de crecimiento para este año a 1.5 por ciento desde el 2.5 anterior, por una ralentización de la actividad económica, y para 2021 el crecimiento será de 5.2 por ciento, desde el 5.8 por ciento previo. Recordemos que a mitad del año la expectativa era elevada: la economía podría hasta el seis por ciento e, incluso, alcanzar un siete por ciento. Un dato adicional: cada punto porcentual del PIB equivale a 10 mil millones de dólares, tomando en consideración que el PIB mexicano tiene un valor de un billón de dólares. Otra entidad, Credit Suisse, establece el crecimiento de la economía mexicana en cinco por ciento para 2021, y crecerá tan solo 1.7 por ciento en 2022, retirado del 2.3 que se había estimado previamente.
¿Qué es lo que ha pasado para que estas –y otras entidades— reduzcan sus previsiones de crecimiento? Una contracción económica de 0.4 por ciento del PIB en el tercer trimestre de 2021, y una previsión de continuidad en la fase contraccionista en el cuarto trimestre. A ello, añádase la ola de covid-19 con la variante ómicron que estalló a mediados de noviembre, y que ha obligado a ralentizar varios sectores de actividad económica. Otro dato es la presencia de cuellos de botella en la cadena de suministros que afecta sobre todo al sector automotriz por la escasez de chips semiconductores. La moderación del crecimiento de la economía estadounidense, la clásica locomotora de arrastre de la economía mexicana, también impactará en las posibilidades de crecimiento, será un factor adicional que limitará en 2022 las potencialidades de crecimiento.
Veremos a fines de enero por dónde irán los acontecimientos cuando se haga público el contenido del tercer paquete de obras del Plan Nacional de Infraestructuras, que supone –solo eso, es un suponer— un acuerdo o compromiso entre los sectores público y privado para poner en marcha un amplio programa de obras para el mejoramiento de las condiciones para la expansión de la actividad económica y de inversiones productivas, esto es, inversiones con efecto acumulativo. Es una posibilidad de recuperar algo del crecimiento perdido, pero si valoramos la expectativa por los resultados de los dos primeros paquetes, parece que no hay muchos motivos para el optimismo.
En fin, vamos a ver…