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¿Por qué la reforma electoral está destinada al fracaso?

CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). Exagerando un poco el argumento, Norberto Bobbio decía que en democracia puede haber disenso en todo, pero tiene que haber un consenso fundamental: el relacionado con las reglas del juego. Si todos los actores que participan en la competencia por el poder político las comparten, si todos se sienten respaldados y protegidos por los mecanismos que aseguran imparcialidad, objetividad y certeza, del proceso, y convencidos de la independencia y autonomía del responsable de aplicar las reglas, del árbitro electoral, la lucha política discurrirá en un ambiente civilizado y respetuoso. Si hay confianza, componente capital en una disputa por el voto en un mercado abierto, se asume, en consecuencia, que la política tiene un horizonte temporal, y que quien hoy gana o pierde, tiene también la posibilidad real de cambiar de posición en la siguiente oportunidad. Cuando el movimiento social en nuestro país arrebató de manos del gobierno el control electoral, se experimentó un enorme avance en la democratización de la vida política nacional, y ese primer consejo ciudadano encargado de los procesos electorales, tuvo una enorme legitimidad: habían pasado a la historia los procesos en los que votaba hasta el 130 por ciento del padrón y en que los muertos llenaban las urnas, aunque persistían los viejos vicios del acarreo, el ratón loco, los carruseles, componentes estructurales de un modo de hacer y entender la política mexicana.

Pero la desconfianza no tardó mucho en instalarse en las relaciones interpartidarias. La legislación electoral empezó a llenarse de candados, la autoridad electoral a encargarse cada vez de más y más tareas, y la composición de un consejo ciudadanizado empezó a desdibujarse para trocarse en un consejo que expresaba más bien la fuerza con que cada partido gravitaba en las decisiones parlamentarias. A partir de esos hechos –entre muchos otros— empezó a deteriorarse la legitimidad del árbitro, acaso matizada por la presencia de figuras y personajes que al frente de ese órgano, han hecho mucho para garantizar la autonomía e independencia electoral. Sin embargo, los empeños por desmantelar el ahora Instituto Nacional Electoral, no han cejado. Es penoso que desde el poder político mismo, se escuchen voces de la desmesura que llaman a su exterminio, y que no esconden el evidente interés de recuperar para el gobierno el control de las elecciones. En ese propósito se inscribe la propuesta de reforma constitucional en materia electoral –que aunque no se ha conocido, ya se sabe por dónde va— que el presidente López Obrador insiste en que se discuta en el futuro inmediato para que, como dijo ayer en Querétaro, “tengamos jueces, autoridades imparciales en lo electoral, que no haya fraudes, que las elecciones sean limpias, sean libres. No consejeros, magistrados, empleados del presidente o de los partidos.”

Es cierto que el INE tiene defectos, y como todas las instituciones de la democracia, es perfectible, porque la democracia misma es un orden en permanente construcción. El INE es también una de las instituciones que mayor aprecio merece los ciudadanos, porque su contribución a la conformación y consolidación de un régimen de libertades y que garantiza una competencia por el poder político apegada a normas y reglas de consenso, forman parte de nuestro patrimonio como sociedad abierta y democrática. Si realmente se tiene el propósito de reformar las condiciones en que se disputa el poder político, pues justamente lo primero que hay que hacer es buscar el consenso de todos los actores que participan en esa competencia, de tal modo que todos se sientan protagonistas y parte de ese juego. De otra manera, la reforma, en caso de aprobarse, lo que veo en estos momentos sumamente difícil, pues requiere mayoría calificada, esto es, dos tercios de la Cámara, indicaría de manera simultánea la necesidad de otro cambio para desmontar la contrarreforma que ahora se apruebe.

El propósito de romper la autonomía e independencia del INE, sea por exterminio, colonización o captura, está condenado al fracaso. Significaría una regresión autoritaria y la cancelación de logros y conquistas en una larga y azarosa transición democrática que ha marcado nuestro camino hacia una sociedad cada vez más libre, moderna y abierta. Comparto plenamente lo que a este propósito escribe Francisco Valdés Ugalde: “De acuerdo con los principios de mayoría e igualdad que regulan el equilibrio democrático, cualquier reforma del sistema electoral debe evitar absolutamente su control por la mayoría gobernante y mantener su autonomía. Esta es la única garantía de que responde solo a la ciudadanía y esa es la lucha que se dará una vez pasado el ‘revo-confirmatorio’ para conjurar el peligro de instauración de una nueva hegemonía autoritaria”.

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