VIDA Y LECTURA/ Aída González Martínez

MARCELA ETERNOD ARÁMBURU (SemMéxico, Aguascalientes). Conocí a la embajadora Aída González Martínez hace muchos años, cuando la lucha por la igualdad entre mujeres y hombres se tomaba en serio en los ámbitos sociales, técnicos y políticos del Estado mexicano y los gobiernos trataban de cumplir con los compromisos internacionales, poniendo fin a esa perversa costumbre de suscribir y ratificar convenciones, tratados, acuerdos, comisiones, etcétera y olvidarse de los compromisos inmediatamente.

Aída González destacaba por su profundo conocimiento de todo lo que como país estábamos obligados a hacer en la complicada esfera internacional. Como persona siempre destacaron sus actitudes firmes y propositivas en las —a veces muy complicadas— negociaciones de una agenda específica. La Secretaría de Relaciones Exteriores fue siempre su casa de trabajo, casa a la que siempre respeto, amo con intensidad y cuestionó con inteligencia y paciencia.

Como funcionaria de ese notable Servicio Exterior Mexicano, que tanto orgullo suscitó en tiempos pretéritos, Aída González Martínez se preparaba para cada una de las reuniones a las que tenía que asistir. Prepararse significaba leer con atención y profundidad todos los antecedentes, los documentos y las posiciones de cada país; saber con semanas de antelación cuales eran los puntos álgidos, deducir que países podrían tratar de impulsar retrocesos y estar lista para ofrecer un terreno de negociación en el que todas las partes pudieran concordar. Vaya tarea.

En 1993 acompañó a diversas dependencias de la Administración Pública Federal para que entre todas pudieran integrar un informe de la situación de las mujeres mexicanas, en todas las esferas. Entendiendo que en un México diverso y desigual eran tan importantes los universos como las particularidades: mujeres indígenas, profesionistas, amas de casa, trabajadoras, en períodos de formación distintos, con especificidades regionales y locales relevantes; mujeres migrantes, ancianas, jóvenes, niñas, cada grupo con su propia realidad y problemática social, familiar, religiosa o laboral, pero compartiendo la discriminación, exclusión, sujeción y control de ese astuto patriarcado que las violentaba, relegaba y segregaba constantemente y, muchas veces, las convencía de que lo mejor era aceptar su realidad y vivir su “misión social” con dignidad, entereza y abnegación.

Su papel en los múltiples trabajos preparatorios para que el Estado mexicano asistiera a la IV Conferencia Internacional de la Mujer, en la capital de China en 1994, fue desde mi óptica: relevante, eficiente y discreto. Sus amplios conocimientos, su capacidad de trabajo, así como su muy particular sentido del humor, fueron tres elementos que ayudaron a que México presentara un buen diagnóstico de la situación de las mujeres mexicanas, pero, sobre todo a que el país decidiera asumir el compromiso que se desprendió de esa conferencia: la famosa Plataforma de Acción de Beijing.

Aída González Martínez, representó a México en diversos países, pero su papel en los foros internacionales fue de enorme trascendencia, especialmente en diseñar, construir e impulsar la agenda de la igualdad entre mujeres y hombres, en el complejo marco de los derechos humanos.

Fue presidenta del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés), organismo de las Naciones Unidas responsable de vigilar que se cumpla lo que establece la Convención para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer  y cuyo objetivo es instar a los gobiernos a asumir compromisos a favor de la igualdad real entre mujeres y hombres, impulsar e instar a que se cumplan todas las recomendaciones que establece la Convención.

El discurso que pronunció la embajadora Aída González en 2004 para conmemorar los 25 años de la aprobación de la Convención, nos permite ver algunos rasgos de su carácter y personalidad. De entrada —como sin querer— nos dice que su activismo, personal y profesional, por la igualdad entre mujeres y hombres tiene 30 años. Es decir, que recorrió un largo camino y perseveró en sus objetivos hasta alcanzar sus metas.

Con modestia cuenta que participó en la creación de la Convención y, como restándole importancia, alude a lo que fueron las negociaciones que, por decir lo menos, resultaron muy difíciles. Es un hecho comprobable que se necesitaron muchos y muy sólidos argumentos, ante los Estados Miembros, para que suscribieran la Convención. Pero antes, hubo que convencer a la Organización de las Naciones Unidas, de la necesidad de establecerla y lograr que fuera jurídicamente vinculante. Tremendo esfuerzo de construcción y convencimiento, de tenacidad y trabajo sostenido, de voluntad y colaboración.

De su presidencia al frente del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) hay mucho que decir, las Recomendaciones Generales que son la esencia de la Convención, fueron revisadas y ampliadas, con los consecuentes compromisos para los países que la firmaron y ratificaron.

Y solo por dar un ejemplo de la profundidad de sus iniciativas, debo decir que a ella se debe, en buena parte, que las organizaciones de la sociedad civil (que impulsan al amplio movimiento de mujeres, luchando en todas las esferas de la vida pública o privada) participen sistemáticamente, ante el Comité de expertas, elaborando los famosos “informes sombra” y revisando los informes que presenta cada país en forma regular, permitiéndole al Comité escuchar otras voces y contrastar la información oficial.

Otro de los aspectos destacados de su vida laboral es que trabajando formó escuela. Quienes trabajaron directamente con ella, y entendían la relevancia del trabajo que hacía, sabían que era exigente. La embajadora eminente exigía a todas y todos sus colaboradores conocimientos, disciplina, compromiso, responsabilidad, diligencia, honestidad y un enorme y bien hecho trabajo para cumplir con todas sus funciones. Con claridad, firmeza y generosidad lograba que quienes trabajaban con ella dieran lo mejor de sí.

Recuerdo una vez en Santiago de Chile que, con su franca sonrisa, se me acercó para decirme que México debía aceptar ser el país relator del evento. Eso implicaba que cuando terminaban las sesiones, iniciaba el trabajo de ordenar, sistematizar y redactar todo lo que había sucedido, con énfasis en los compromisos. Así daban las cinco o seis de la mañana y el equipo a cargo de la relatoría solo tenía tiempo para ir a tomar un baño, un par de cafés y regresar puntual a las sesiones.

Desde su vasta experiencia, una buena relatoría era la única manera de dejar constancia de lo sucedido. Pero, lo más importante, era garantizar que los compromisos quedaran en blanco y negro, y coadyuven con la agenda de la igualdad.

Tuve el privilegio de trabajar varios proyectos con la embajadora González Martínez, todos llegaron a buen puerto y se desarrollaron como ella decía; “en tiempo, forma y con exactitud”. No voy a comentar sobre ellos, lo que tengo la obligación de decir es que siempre fueron proyectos útiles para la agenda de la igualdad, los hicimos con gusto, dieron resultados y generaron cambios.

Este 29 de enero murió una de esas mujeres que se vuelven inolvidables para muchas otras. Una constructora incansable a pesar de saber las muchas dificultades que el construir conlleva; una hacedora de cambios profundos que no dimensionaba la magnitud de los esfuerzos requeridos, hasta que finalizaba su recuento; una perseverante y siempre convencida defensora de los derechos humanos, una gran feminista no exenta de sus claro oscuros. Sean estas líneas el último abrazo que no le di por la pandemia y mi manera de decirle: Adiós querida embajadora, dejaste huella, profunda y firme, y ahora estas en mi sección personal de las grandes feministas mexicanas, con tu bien ganado galardón de Irremplazable.

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