CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). Y ahí estamos todos, desde el sábado, luego de escuchar el “tranquilizador mensaje”, hablando, escribiendo, opinando, especulando, sobre el testamento que nos anunció dejaría el presidente López Obrador. Nos quejamos de que el presidente pone e impone la agenda de la vida pública, pero lo primero que hacemos es hacerla nuestra, la convertimos en el centro de la conversación colectiva y así, a esperar la siguiente ocurrencia presidencial para seguir friéndonos en el aceite que todos los días se destila desde palacio nacional. No digo que el asunto no merezca atención. Por supuesto, que la merece. Y tan la merece que son incontables las columnas que en estos dos últimos días se han dedicado al tema. Nada más ayer, se podían contabilizar, por señalar solo algunos, los textos de Raymundo Riva Palacio, de Roberto Zamarripa, de Jorge Fernández Menéndez, de Pascal Beltrán, de Dennise Dresser y uno, inefable, del ideólogo de la llamada 4T, John Ackerman, que es casi de risa loca, o de pena ajena, según el estado de ánimo de cada lector.
Y a todo esto, ¿qué dice el testamento de López? Leamos lo siguiente: “Declaro pública y solemnemente… que he servido a mi patria con el esmero y lealtad que puede hacerlo un buen mexicano; y que en las diversas épocas de mi gobierno, en ningún caso han pesado sobre los habitantes de la República préstamos forzosos”. Pero éste es otro López: Antonio López de Santa Ana, un dictador que ocupó por 11 veces el cargo de presidente de México. Ahí está una primera pista. Un testamento político no lo deja un demócrata; lo escribe, redacta o dicta un dictador, alguien que se siente cosido a mano, tocado por Dios, y para el que las instituciones propias de la democracia no garantizan la continuidad sin rupturas de un proceso histórico como el que hoy se está viviendo en nuestro país. López –el “vigesémico primero”, no el decimonónico– está convencido de que en su ausencia el proyecto de transformación se desbarrancaría –en lo cual probablemente no ande muy desencaminado–, de ahí que, como ha insistido luego del estampido que sus palabras han propiciado, se trata de garantizar la gobernabilidad.
Así que no hay que darle muchas vueltas al asunto: la gobernabilidad no la garantizan las instituciones, ¡al diablo con su artículo 84 constitucional!, sino un testamento que será la carta de navegación no solo de sus partidarios sino de un pueblo entero para conquistar el porvenir. ¿Será también que el presidente desea, como Juárez, morir en Palacio Nacional? No es descabellada la hipótesis, sobre todo después de saberse que abandonó el hospital militar –donde debió haber permanecido algunas horas en reposo después del cateterismo— para regresar de inmediato al lugar donde falleció el Benemérito.
Bueno, la clave de toda la conversación pública está en la salud del presidente. Es la primera vez que el tema se aborda de manera abierta. Desde hace años se sabe de los males de López Obrador, pero el asunto no pasaba de rumores. Recuerdo que Riva Palacio escribió un texto en el que apuntaba que el entonces candidato –fue en la campaña de 2018–, padecía diverticulosis. Pero, al modo, el asunto quedó como un rumor, aunque con una cada vez más fuerte presión de sectores de opinión, que insistían en que el tema de la salud de las figuras públicas era en realidad un tema de interés general. Claro, por supuesto, estamos hablando de sociedades abiertas, pluralistas y modernas, no de sociedades cerradas, autoritarias y excluyentes. En las primeras, la salud de los líderes es un asunto que no incumbe a los ciudadanos, pues se considera que no han alcanzado la mayoría de edad política, aunque, ciertamente, hay casos en los que incluso en sociedades democráticas modernas, el tema parte de la cultura de la secrecía, de la opacidad del poder. Para no ir muy lejos en el tiempo, está el proverbial caso del presidente francés Francois Miterrand que, como ha recordado David Owen en su libro “En el poder y en la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años”, pasó casi la totalidad de sus catorce años en el cargo con un cáncer de próstata, sin que su enfermedad se hiciera del conocimiento público.
En el mundo moderno no necesitamos darle muchas vueltas al asunto para entender y exigir que la salud de los gobernantes de haga pública. No es un asunto que pertenezca al ámbito de lo privado, pues estos, los gobernantes, toman decisiones en nombre de la ciudadanía, de los electores. Volvamos al caso de Miterrand: si los electores franceses hubiesen sabido que el candidato socialista padecía un cáncer de próstata, lo hubiesen elegido? Lo más probable es que no. En el caso de López Obrador, su estado de salud había tratado desde hace mucho tiempo de mantenerse en secreto. Incluso el tratamiento posterior a la operación por su afección cardiaca, ha tratado de manejarse, creo que de manera muy penosa, como un asunto de exámenes rutinarios, recurriendo a evidentes mentiras por parte de sus comunicadores, justamente porque lo que ha imperado y en la que se han formado, es una cultura de la opacidad y de la secrecía, confiscando en la práctica el derecho a la información y de acceso a la información.
Sobre este tema he recordado en otras ocasiones, siguiendo las reflexiones de Dennis F. Thompson en su libro “La ética política y el ejercicio de cargos públicos, la diferencia que establece entre el principio de intimidad uniforme y el principio de intimidad restringida. El primero, corresponde a todos como ciudadanos, es un derecho inalienable a desarrollar nuestra vida como particulares al margen de toda intromisión. Ese espacio de privacidad e intimidad es irrenunciable, en tanto que el segundo principio, el de intimidad restringida, corresponde a figuras públicas, a funcionarios electos o por designación, que toman decisiones en nombre de los ciudadanos. De ellos es necesario saber cuál es su estado real de salud –física y mental—para tomar decisiones que a todos nos pueden afectar. Su intimidad, su privacidad, es más restringida, pues tienen forzosamente, aunque no quieran, al escrutinio público. No aceptar esto, que es tan evidente, habla de esa cultura autoritaria que, pese a muchos avances, continúa instalada en nuestra vida pública.
Y bueno, mientras queremos saber el estado real de la salud del presidente López Obrador, éste sale muy orondo por la puerta principal de Palacio Nacional enfundado en la casaca nacional de beisbol y con su gorra, camino de algún campo deportivo, dispuesto a macanear por encima de los .300. Así están las cosas aquí. Es que, como dijo Blais Pascal, hay cosas del corazón que no entiende la razón.