CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). En el ámbito nacional, todos los gobernantes tienen la tentación autoritaria de limitar los controles que impiden el ejercicio arbitrario del poder. El PRI no perdía oportunidad de amenazar con iniciativas de reforma electoral que contenían, casi siempre, la intención de reducir la cantidad de diputados tanto de mayoría relativa como de representación proporcional. Desde la tienda de en frente, las oposiciones, el PAN y el PRD, primero, y después morena, hacían una defensa numantina del tamaño del Congreso y, sobre todo, de los diputados de representación proporcional con el argumento central –a mi juicio correcto– de que su existencia era la mejor garantía de corregir las distorsiones de la representación. La llegada al poder de morena no modificó mucho los argumentos: simplemente se invirtieron los términos de la ecuación. Morena pasó a defender el recorte de parlamentarios, mientras que el PRI, ahora en la oposición, enarboló los argumentos que antes eran la bandera de las minorías. Por allá a mediados del año pasado, el presidente López, por ejemplo, en una reunión con empresarios en la que abordó el tema de la reforma electoral, (se) preguntó: “¿Para qué tantos diputados? ¿Por qué no nada más se quedan los de mayoría? ¿Por qué no se quitan las 200 plurinominales, pero no solo en la Cámara de Diputados, también en la de Senadores? Vamos a reformar la ley, la Constitución, para que haya democracia plena”, Claro, como siempre estaba la salvedad presente: “Si no quieren los legisladores, nada por la fuerza”.
En los estados, réplicas de los gobiernos federal, los gobiernos estatales seguían –siguen ahora más que nunca— las directrices de la Federación. Cada gobierno subnacional, claro, por supuesto, con el control de su poder legislativo, asumía como propia la política diseñada por su partido. Sinaloa no fue la excepción. Apenas iniciado el gobierno de Quirino Ordaz Coppel, envió al Congreso una iniciativa de reforma electoral para reducir el tamaño del poder legislativo, recortando la cantidad de diputados de mayoría relativa y de representación proporcional. Fue una iniciativa que no estuvo precedida de una discusión amplia en la sociedad, tan apresurada que sorprendió a todo mundo, pues no estaba en la agenda de asuntos públicos relevantes. Un Congreso de clara mayoría priista sacó adelante sin problemas de la reforma, que reducía el Congreso a 30 diputados –20 de mayoría relativa y 10 de representación proporcional— y disminuía también el tamaño de los 18 cabildos. La reforma entraría en vigor para las elecciones de 2021. Pero hete aquí que para 2021 el PRI ya no era la mayoría en el Congreso, sino morena. Unos y otros dejaron en suspenso la ley, de tal modo que para las elecciones de junio de 2021 se votó por 24 diputados de mayoría relativa y los correspondientes 16 plurinominales. Se esperarían mejores tiempos para revocar esa ley que nunca entró en vigor, al menos en loque se refiere a diputados. Ese momento llegó esta semana: se vuelve a lo que nunca se cambió.
En realidad la reforma quirinista no tenía motivación política, mejorar la representación, facilitar el desempeño y productividad de los legisladores o responder a un sentido reclamo ciudadano. Simplemente se aprovechó del desprestigio de un poder que funcionaba como oficialía de partes del poder ejecutivo, y de unas figuras políticas poco dispuestas a expresar su autonomía e independencia política. El argumento era más bien el prosaico asunto económico: disminuir el costo de un poder y reorientar los recursos hacia la atención de las más sentidas demandas populares.
Ni la reforma ni la contrarreforma se hicieron con el consenso ciudadano. Simplemente fueron decisiones del poder para materializar ideas malas (disminuir el espacio de la representación) que parecen buenas (reducir el parasitismo político y el carácter oneroso de un poder ineficiente que no representa un contrapeso real, según una muy extendida percepción ciudadana). Los argumentos mismos de sus señorías son bastante pobres, según los recoge Alejandro Sicairos en su columna Observatorio: “de haberse llevado a cabo la reducción de diputaciones, hubiese provocado que el Congreso del Estado pierda representatividad por lo que respecta a los habitantes del estado, toda vez que mientras menos legisladores se tengan, menor será la capacidad de atención por cada legislador a sus representados”. O este: “las 75 mil 674 personas que representa cada diputado pasarían a ser más, haciendo más difícil la labor de cada representante popular en abarcar y atender las necesidades de sus representados”.
Si acaso, una referencia que debería haber sido el hilo conductor de toda la trama argumental: “reducir el número de diputaciones locales de 40 a 30 implica que la voluntad ciudadana, garantizada precisamente en que cada voto cuente con el mismo valor, se vería afectada en relación a las diputadas y los diputados electos por el Principio de Representación Proporcional, al eliminar espacios que pudieran ser asignados de acuerdo a la totalidad de sufragios obtenidos por un partido político en una elección, independientemente de las curules alcanzadas de acuerdo a los resultados en los Distritos Electorales Uninominales”.
¿Y este argumento no lo vieron en su momento los diputados del PRI que habían aprobado sin discusión la ley reduccionista?
Pero me parece que no hay que exagerar ni sacar las cosas de quicio: dice Sicairos que en el propósito de restablecer su estatus, los diputados “no calcularon las consecuencias que ello tiene para finanzas públicas devastadas y la decaída capacidad contributiva de la población que no soportan mayores cargas de estructuras burocráticas que en nada benefician a los gobernados.” El asunto no es económico-financiero; es político. Diez diputados más, diez diputados menos, no significan carga para el erario, no modifican de manera sustancial el presupuesto de este poder. El asunto está en la calidad de la deliberación, del debate. En un ejercicio ético que dignifique la calidad de nuestra democracia. Eso es lo que hay que exigirle al Congreso. Ahí nos salen debiendo. Eso sí tiene consecuencias para nuestra convivencia.