CÉSAR VELÁZQUEZ ROBLES (Sinaloa). Empeñado como está el presidente en mantener una permanente fuga hacia adelante en cuanto caso se advierten espacios de opacidad en la gestión de los asuntos públicos, de plano mala gestión, o presuntos conflictos de interés, como el relacionado con su hijo, ya mayorcito por cierto, lejos de las aclaraciones pertinentes, se hunde más en el pantano de las confusiones. Por supuesto, esta actitud no le ayuda a él, no mejora nuestra convivencia y polariza todavía más una relación conflictiva con los medios. La multicitada investigación de Carlos Loret de Mola para Latinus sobre la casa gris del hijo, debería haber provocado en el presidente respuestas puntuales, las aclaraciones necesarias y los deslindes imprescindibles. Lejos de todo ello, la ha emprendido contra el periodista, pero no ha dicho ni pío sobre el caso, más allá de suponer que la señora tiene mucho dinero. “Parece ser”, ha dicho, queriendo escurrir el bulto. Sin embargo, fue tanta la insistencia durante sus años de opositor al antiguo régimen por su opacidad, falta de transparencia y refractario a toda rendición de cuentas, que ahora lo mínimo que se le exige es que esos rasgos de una gestión pública transparente sean el modo de ser, entender y ejercer el poder y conducir la administración de los asuntos públicos. No actuar bajo esos criterios, advierte una absoluta falta de congruencia que no pocos de sus seguidores empiezan a advertir, y ya e nota en los resultados que arrojan algunas de las encuestas de opinión.
Pero la humildad no se le da al presidente. La prepotencia y la soberbia son desafortunadamente rasgos de su gestión. Contesta con un tono irritado y amenazante, porque no entiende –o no quiere entender– la diferencia entre una figura pública y un ciudadano común –o, como es el caso, un ciudadano poco común— pero al que nadie ha elegido y, por tanto, al que no se le puedan pedir cuentas de su quehacer. Como no la entiende, la emprende contra el periodista de marras, pidiendo que diga quién le paga y cuenta cobra. Aprovecho para una rápida digresión: a mí me interesa más saber cuánto gana en realidad AMLO, y tengo derecho a saberlo porque él es una figura pública a la que nosotros, elegimos –independientemente de que hayamos votado por él o no–, porque estoy seguro de que esos 110 mil y pico de pesos que dice ganar, no tienen nada que ver con sus gastos, mismos que deberían estar integrados como parte de su salario. Ojalá la Corte, que tiene desde hace tiempo el asunto en sus manos, nos diga o nos dé los elementos suficientes para saber cuánto realmente gana el presidente.
Como no entiende la diferencia, con que la entendamos nosotros es más que suficiente. Ya en otras ocasiones he abordado el tema, citando un excelente trabajo de Dennys Thompson, quien en su libro sobre la ética en el ejercicio de la función pública, establece la existencia de dos principios: el principio de intimidad uniforme y el principio de intimidad restringida. El primero, la intimidad uniforme, se aplica a todos los ciudadanos por el solo hecho de ser ciudadanos de una sociedad democrática: el derecho a la privacidad, el derecho a la intimidad, a que nadie, por más poderoso que sea, puede interferir o violentar su vida privada. Este derecho le corresponde a un funcionario público sea electo o por designación, al trabajador más humilde y sencillo, al particular más encumbrado. El segundo principio, el de la intimidad restringida, no se aplica a todo mundo: se aplica a funcionarios electos, a altos cargos de la administración pública, a servidores públicos designados encargados de tareas muy relevantes de la administración pública y que están en condiciones de tomar decisiones que se relacionan con nuestra seguridad física, jurídica y patrimonial. Esos tienen una privacidad limitada, porque toman decisiones que nos benefician o perjudican, y por ello han de rendir cuentas, actuar con transparencia y dar argumentos y razones en que se fincan sus decisiones. Están obligados a informar de su estado de salud física o mental de manera periódica, de tal manera que los ciudadanos sepamos que no tienen enfermedades graves que puedan conducir a toma de decisiones irresponsables, y en suma obligados a decirnos cada vez que lo pidamos –por supuesto de manera racional y no obsesiva—cómo manejan los recursos que la sociedad les ha confiado.
¿Se le pueden exigir estas obligaciones a un periodista, como Loret de Mola, López Dóriga, Carmen Aristegui, o cualquiera de las figuras encumbradas en los medios tradicionales o en las redes? Creo que no. A ellos no los eligió nadie. Desempeñan un papel que la propia sociedad democrática les ha conferido, la tarea de informar y formar opinión, en medios cuya función no es la de ejercer un poder, sino la de ser un contrapeso a todo ejercicio arbitrario de poder. De ahí que la demanda del presidente de que el periodista que hizo la denuncia de la casa del oprobio, la casa gris, pues, no tenga ninguna posibilidad de prosperar, además de que, como dice alguien en las redes, tiene a la UIF, a Hacienda y al SAT para perseguirlo e investigarlo.
Como muy bien apuntó ayer Raymundo Riva Palacio, en “Juguemos a la gallina”, el presidente “ha elevado el tono de la violencia y puesto a varios periodistas a su propio nivel, confundiendo de una manera lamentable que ningún o ninguna periodista, por más famoso, más popular o influyente, es equiparable al jefe del Ejecutivo mexicano. No es un tema de persona per se, sino de funciones o responsabilidades. Una o un periodista responde a sus audiencias o lectores, que le premian o castigan. Cuando le fallan, pueden dejar de leer o apagar la radio y la televisión, y ahí queda todo. Un presidente responde a todo un país, y sus actos tienen consecuencias de corto, mediano y largo plazos, que impactan a millones de personas, porque la gente le otorgó en las urnas el mandato para que tome decisiones en nombre suyo. Si falla, no pueden dejar de leerlo o escucharlo, apagar la radio o la televisión y resuelven todo. Si se equivoca, arruina al país.”
¿Acaso es muy difícil entender la diferencia?