VIDA Y LECTURA/ María Luisa Mendoza Romero

MARCELA ETERNOD ARÁMBURU (SemMéxico, Aguascalientes). Durante los inciertos tiempos de la pandemia, cuando nos recluimos lo más que pudimos, a piedra y lodo, vieron la luz un buen número de libros. No hubo presentaciones, ni conferencias amistosas con o sin presencia de las o los autores, ni mucha promoción, pero se estaba leyendo más, se publicaba lo programado y la escritura siguió sus muchos afluentes.

Eso puede ser, al menos en parte, lo que explique la razón por la cual el ensayo de Sara Sefchovich Wasongarz sobre cómo, qué y por qué escriben las mujeres ha tenido tan poca difusión, ya que no es sino hasta dos años después de su publicación que estamos hablando de él, quienes tenemos la consigna de darles visibilidad a las mujeres en todas las áreas. “Del silencio al estruendo” es un texto muy recomendable, no solo porque es un mapa en el que se destacan escritoras de enorme importancia, lo que permite contar con una lista de autoras relevantes; ni porque contribuye, con el análisis de lo que ellas han escrito, a conocer las diferencias y las innovaciones, entre y de, decenas de autoras, mostrando cómo es la escritura de las mujeres y cómo ésta ha evolucionado, desde el siglo pasado hasta la actualidad; sino porque, además, rescata del inmerecido olvido a escritoras que no pudieron superar los obstáculos y fueron destrozadas por la crítica, la mezquindad de sus pares o la indiferencia.

Entre ese cúmulo de autoras que, repito, presenta en un amplio mapa Sefchovich, aparece la extraordinaria María Luisa Mendoza Romero, “La China”. Debo confesar que la tenía en el abominable cofre del olvido, siguiendo a ciegas el deplorable refrán de que “tanto peca el que ordeña a la vaca, como el que le detiene la pata”. ¡Qué vergüenza! Cómo olvidar el muy innovador estilo de escribir de “La China”, cómo fue que empolvamos sus novelas y con ello negamos sus constantes e inútiles, pero apasionados, esfuerzos por exigir que se les abrieran espacios a las mujeres; cómo dejamos de leerla y no hemos revalorado a personajes como “Ausencia Bautista” que logra —con menos sapiencia que excentricidad y desparpajo— vivir como le da gana y detener el tiempo (“De ausencia” 1974). Cómo olvidar que fue La China Mendoza quien narraba, con borbotones bien articulados de palabras, la fuerza de los deseos, la angustia del desamor, la grandeza de la vida, o nuestro derecho a la irreverencia, a la sexualidad, o a tener voluntad propia.

Además de sus novelas, La China escribió una muy rescatable reseña de algunos hechos que protagonizó Carmen Serdán Alatriste (de quien nos hace falta una buena biografía porque las que hay son breves e incompletas). Carmen Serdán, quien apenas en nuestros días comienza a ser revalorada, fue una enorme figura de la Revolución Mexicana, ferviente defensora de Madero, anti-reeleccionista, anti-porfirista, y encargada —en Puebla— de las tareas de comunicación y propaganda, pero sobre todo de la compra de armas para los revolucionarios. La narración escrita por Mendoza, “Tris de sol”, es una especie de homenaje a Carmen, una declaración de admiración y un reconocimiento sincero a las mujeres de la Revolución. Pero, lo que es exquisito en el breve texto de María Luisa, son las descripciones que hace de la casa de los Serdán y lo que contiene; la descripción de los objetos, la ontología de las cosas, la luminosidad de los balcones, la frescura del contexto.

La intensa y productiva vida de María Luisa Mendoza Romero es un ejemplo de lo que vivieron muchas escritoras mexicanas de mediados del siglo pasado, a las que se les negaba siempre que tuvieran talento para escribir algo más que “cosas de mujeres”, se les ninguneaba, se les excluía solo por ser mujeres y, de ser posible, se les borraba con absoluto desprecio. La China escribía —y es únicamente una opinión— por necesidad existencial, porque la palabra la embrujaba, la poseía, la abrumaba. Esa metralla de palabras que dejaban sin aliento a quienes la leían o la escuchaban era el contundente indicador de sus complejos mundos interiores, de sus exploraciones, de su asombro, de sus pasiones, angustias y miedos. De su perplejidad ante lo nimio; de su alegría ante lo bello, lo fresco o lo colorido.

Realmente hay que leerla, solo así podemos rescatar su obra del inmerecido castigo a la que ha sido sometida; y de la indiferencia que la tiene en el olvido. Solo así podemos redescubrir su narrativa apasionada, su inteligencia y su talento inigualable para manejar palabras que se transforman en sentimientos, ambientes y contextos, en cuestionamientos e historias dignas de ser contadas. Leerla les permitirá conocerla, disfrutarla y revalorarla, sin prejuicios, sin etiquetas. Mendoza tiene, todavía hoy, una potente voz y un estilo único; abrió caminos nuevos con su escritura; fue innovadora y vanguardista, tenaz y brutalmente consciente de que se le negaba un lugar, por pequeño que fuera, en las letras mexicanas.

Contaba La China que dos de los testigos de su boda fueron Gabriel García Márquez y Octavio Paz Lozano, pero que ellos dos —junto con muchos otros— le negaron la posibilidad de hacer una carrera como escritora, lo que la llevó a trabajar principalmente como periodista, aunque incursionó en otras actividades. Como si dejarla entrar al sacro santo recinto de las letras fuera una gran amenaza para ellos. A lo mejor el tiempo termina, al revalorar a La China y a otras muchas escritoras, consumando la amenaza.

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