VIDA Y LECTURA/ Los Inquietos

MARCELA ETERNOD ARÁMBURU (SemMéxico, Aguascalientes). En los años 70, el mundo del cine veía en Ingmar Bergman a uno de los más grandes directores del siglo XX. Ese siglo tan vertiginoso, lleno de revoluciones, innovaciones, descubrimientos y adelantos científicos y tecnológicos; ese siglo marcado por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría consideraba al cineasta sueco, hijo de un estricto pastor luterano, un genio.

Ese provinciano sueco, inmerso desde niño en la angustia existencial que solo una educación basada en el pecado, el castigo y el temor acrisola, logró compartir sus angustias, al plasmarlas en sus obras. Amante de la música, la ópera, el teatro y el cine -géneros con los que mantuvo una fiel relación desde su juventud y hasta su vejez- se convirtió en los años 50 en un guionista talentoso, en un sólido productor de radio, en un escritor de teatro aplaudido y en un director de cine excepcional, con un sello único intimista, desolador, obsesivo, confrontador, nostálgico, problemático y creativo que abordaba temáticas de corte existencial como la muerte, las relaciones afectivas, la violencia soterrada y los sentimientos prohibidos.

Sus películas “Sonrisas de una noche de verano”, “El séptimo sello” y “Fresas salvajes” no solo fueron premiadas, sino que se consideraron obras maestras y, aún hoy, integran la lista de películas imperdibles entre las y  los amantes del cine de calidad. Sin duda, los mejores años del cineasta empezaron a mediados de los años 50 y se extendieron hasta finales de los años 70, cuando ya estaba consagrado por sus pares y por el público de muchos países.

A la par de su carrera artística y cultural, transcurrió una interesante, cambiante e intensa vida personal. Ingmar Bergman se casó cinco veces, mantuvo largas relaciones con otras mujeres y procreó nueve hijos e hijas. Entre 1943 y 1945 estuvo casado con Else Fisher, con quien tuvo a Lena; siguió Ellen Lundström con quien, entre 1945 y 1948, tuvo dos hijas y dos hijos; con Gun Grut tuvo a su hijo Ingmar en 1951 y a la par fue pareja de Harriet Andersson y de Bibi Andersson. Con Ingrid von Rosen tuvo a María en 1959, que siempre llevó el apellido de su madre; y con Käbi Laretei tuvo a su hijo Daniel en 1962.

Con Liv Ullmann, Ingmar mantuvo una relación profesional y sentimental durante varios años. Tuvieron una hija en 1966, Linn Ullmann, que resultó ser la última hija del director y la única que tuvo la actriz. La relación Ullmann-Bergman se constata en las nueve películas que hicieron juntos, donde destacan “Secretos de un matrimonio” y “Gritos y susurros”.

Finalmente, Ingmar se casó en 1971 con un viejo amor, Ingrid von Rosen. Con Ingrid estableció su relación más larga, la cual nunca terminó, aunque ella muriera en 1995. Ambos están enterrados juntos en esa isla donde él filmó tantas de sus películas, donde a él y a Liv les alcanzó la pasión, cometieron una grandiosa equivocación y construyeron la casa de Fårö.

Y es precisamente en esa casa, en la casa de Fårö, donde Linn Ullmann emprende la tarea de narrar su historia y la historia de su padre vista por una hija pequeña, por una adolescente inteligente y observadora, por una jovencita distanciada de la fama ajena y que busca su propio camino y por una mujer adulta que, sin concesiones, construye y reconstruye sus recuerdos de su padre, madre, hermanas y hermanos -cercanos o lejanos-, de las esposas y compañeras del padre, y de los amores de la madre con quien, a ratos, vive. También comparte sus recuerdos de Ingrid von Rosen, la última esposa del padre, que hacía que todo funcionara en esa casa aislada, en esa isla fría, neblinosa, ventosa, plena de recuerdos de infancia y adolescencia, de ritos, manías, normas, reglas, libretas, notas, agendas, cercanías y extrañamientos.

Contrariamente de lo que uno espera, “Los Inquietos” es una buena narración. No es una historia contada por la hija, es la hija contando su propia historia. Es una destacada conversación con la niña que fue, la adolescente perspicaz que se daba cuenta de las vulnerabilidades de sus padres, la mujer que finalmente salda cuentas con ese padre controlador y estricto que devino en un anciano indefenso y nostálgico. También es una reflexión sobre su famosa madre, siempre demandada, ocupada en construir su carrera, pero, en muchas ocasiones incomprensible, equivocada y desorientada, y sobre sus muchos hermanos y hermanas, a quienes ve en la isla, su isla, y con los que comparte múltiples situaciones y anécdotas.

“Los inquietos” es una historia cocinada a fuego lento. Linn Ullmann tardó siete años, después de la muerte de su padre, en emprender el proyecto que tenían juntos de hacer un libro, donde ella, la hija más pequeña, convertida en una reconocida novelista, maestra y crítica literaria, preguntaba y el cineasta respondía. Donde ella agendaba citas para grabar a su padre y reconstruir su propia memoria, al bordar sobre las memorias de él. Donde las mujeres del padre lo visitaban y sus muchos hijos e hijas iban con sus parejas, con sus propios hijos a visitar a su padre, con la consigna de seguir siempre sus reglas.

En la isla, el cine era diario y las películas se veían siguiendo un ritual. Primero, diez minutos antes, había que preparar los ojos para poder ver las cintas. La puntualidad era indispensable; llegar tarde, imperdonable. Dentro del granero, convertido en sala de cine, no se podía comer durante la función, ni hablar y jamás interrumpir. Y después, el ritual terminaba con el diálogo, la crítica, y el intercambio de los puntos de vista.

En las 383 páginas del libro, hay ideas dignas de ser subrayadas, frases destacables, comentarios sorprendentes, recuerdos crudos, dolorosos o imprevistos narrados con parsimonia y distancia, como el intento de suicidio de Liv, o la constante alusión a la bastardía de Linn, por parte de uno de los muchos novios que tuvo su madre. Hay un constante reconocimiento a Ingrid von Rosen, la última esposa, que siempre recibió, cuidó, procuró y atendió a quienes llegaban a la casa de Fårö, que se ocupaba de todo lo práctico para que el genio pudiera trabajar, pero que transmitió amor, cariño y simpatía por hijos e hijas, amores del pasado, colegas y colaboradores de obsesivo y estricto director.

Para mí es una bella y valiente narración de biografías que se entrecruzan. Una historia de amor filial, exenta de cursilería, que recorre el paso del tiempo con precisión y crudeza, haciendo dialogar a las varias voces que toda persona lleva dentro. Un relato biográfico novedoso que desmitifica, a la vez que resalta, quien fue el padre, la madre, la abuela y los muchos otros que acompañan en la vida. Un relato de vida que, ineludiblemente, termina en la muerte, pasando por una vejez dura y difícil: “Mi padre empezó a morir el día que llegó 17 minutos tarde a nuestra cita”.

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