VIDA Y LECTURA/ La vida mentirosa…

MARCELA ETERNOD ARÁMBURU (SemMéxico, Aguascalientes). No cabe duda de que la mentira -cualquiera que ésta sea-tiene múltiples posibilidades. La verdad, con toda su fuerza, siempre es estrecha, única y poco flexible. La concordancia, la consistencia y la coherencia son elementos que apuntalan a la verdad y a lo más sofisticado a lo que se llega es a pensar en verdades absolutas o relativas. La mentira, en cambio, tiene muchas y distintas posibilidades.

Considérese cualquier trivialidad, como llegar tarde a una cita. La verdad detrás de ese hecho es generalmente pereza e imprevisión. Ahora, imagine la variedad de mentiras que pueden transformar esa desidia en empatía y hasta en preocupación por nuestros sufrimientos. La mentira transforma la verdad, con imaginación, deseos y fantasías que no tienen otro límite que las capacidades de las y los mentirosos.

Es tan sugestiva y fascinante la fuerza de las mentiras que nadie se escapa de sus complejas formas de autoengaño y del encanto de burlar a los demás y salir impune. Así, hay personas que se perciben como buenas, aunque sean perversas; como generosas, aunque sean avaras y miserables; como justas, aunque sean voluntariosas, rencorosas y tiránicas. Quizá enfrentar las verdades, pequeñas y grandes, cotidianas o excepcionales, requieran otro tipo de formación y educación, social y familiar, pública o privada; pero sobre todo de carácter, de conciencia y de entereza que permita reconocer nuestras fallas, debilidades y equivocaciones.

Esta es una de las muchas pequeñas reflexiones a las que conduce la lectura de “La vida mentirosa de los adultos”, la última novela publicada de Elena Ferrante (seudónimo con el que alguien escribe desde hace muchos años; no sabemos a ciencia cierta quien). La protagonista, una adolescente que miró el mundo durante muchos años a través de sus padres, transforma, conforme se van recorriendo las páginas, esa mirada. El descubrimiento de un pensamiento propio, reflexivo, cuestionador y cuidadoso es poderoso, pero también complicado y doloroso.

La novela, llena de pequeños y constantes descubrimientos que van desmoronando todas las certezas infantiles sobre quienes son buenos, malos, amables, crueles, violentos o contenidos, o sobre a quienes se les considera afortunados, desdichados, dignos o vulgares, por su comportamiento y sus irreflexivas acciones, va analizando las mentiras que esparcen -sin mesura- parientes, amigas, compañeros/as y conocidos/as para siempre presentarse como eso que no son y que, a veces, ni siquiera pretenden ser.

Ferrante logra exhibir las mentiras entrelazadas de todos los personajes que interactúan con esa Giovanna adolescente que todo observa, todo cuestiona, pero que también miente y se miente a sí misma. Ver como se desmorona el mundo de la infancia, observar cómo es el pasar por esa ceremonia de iniciación que promete acceder a las puertas de la juventud, implica reescribir la historia, la propia y la de los demás. Por eso la novela juega con los tiempos de la infancia de Giovanna y sus creencias y los enlaza con los momentos de los grandes descubrimientos personales.

Recorrer las páginas e ir viendo cómo van cambiando las percepciones de una niña en certezas y saberes nuevos que reestructuran su entorno incorpora a la lectura un elemento interesante. La transformación de esa niña en una adolescente perspicaz e inteligente, que va descubriendo anomalías, falacias, mentiras e inconsistencias, a la vez que desentierra secretos de familia y sentimientos profundos que mueven a la traición y a la venganza, aunque sea en el ínfimo plano familiar, es el núcleo de la trama.

Así, el padre se enmascara como esposo amoroso, cuando tiene una relación desde hace años con la esposa de su mejor amigo. La tía Vittoria se presenta como la encarnación del mal y la fealdad, cuando solo es una mujer majadera y metiche, con limitadas herramientas intelectuales y emocionales para enfrentar su vida y moverse dentro de las vidas de los demás. Tonino se esfuerza, día con día, en controlar una sólida violencia que esconde bajo un manto de amabilidad y respeto, hasta que finalmente estalla. Giuliana oculta sus preocupaciones en el silencio y sus terrores en su gallardía y su belleza, pero no deja de perder peso y se le cae el pelo. Ida se refugia en la escritura ante su imposibilidad de enfrentarse al agravio que le significó ser la segunda hija y siempre sentirse excluida.

La novela no carece de humor, pero hay que hilar fino para encontrarlo en los personajes secundarios, esos que se asumen como lo que son, los que no tienen empacho en reconocerse, los que no aspiran a ser diferentes, los que no quieren huir de ese Nápoles feroz, pobre y violento que condiciona vidas y obliga con normas no escritas, pero inviolables. Hay humor en la facilidad con que se etiqueta a las personas, que siempre conduce a una mala apreciación de quienes son. Hay humor en la locura como adjetivo explicativo de comportamientos intolerables. Y hay humor cuando lo inaceptable se vuelve realidad y no hay para donde hacerse.

Nápoles es uno más de los protagonistas (al parecer es un sello de Ferrante), al igual que sus barrios, sus contrastes, sus diferencias, y la propia estratificación de la ciudad que delimita los territorios apaches, los barrios clase medieros y las zonas de opulencia. Las calles de Nápoles, sus transportes, sus plazas son los escenarios de confesiones, de pequeñas transgresiones y de furtivas escapadas. También está presente el napolitano, ese lenguaje que avergüenza las pretensiones de los cultos italianos. El “napulitano o napoletano”, que no ha perdido su fuerza meridional y su esencia local y folklórica, es la forma de separar a los unos -pobres, semi-analfabetos/as, marginados/as, desplazados/as, toscos/as y violentos/as- de los otros -esforzados/as, educados/as, ordenados/as, complacientes y fugitivos/as de sus orígenes-, lo que provoca grandes tensiones en la narración.

En suma, una novela de fácil lectura, donde la introspección y la observación de las miserias y debilidades ajenas se enmarcan dentro de la transición hacia la juventud de una adolecente que todo lo vive con desmesurada intensidad. Un mundo de mentiras que fue verdadero hasta que dejó de serlo a fuerza de realidad, de sorpresas desagradables y de rotundos golpes. Un proceso de desenmascaramiento que, como ejercicio personal, nos vendría muy bien a todas las personas y, como sociedad, nos acercaría a nuestras realidades, repudiando las cotidianas mentiras que nos envuelven y a veces hasta nos abrazan.

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