MARCELA ETERNOD ARÁMBURU
(SemMéxico, Aguascalientes). Cuenta Alejandro Toledo que Josefina Vicens Maldonado y Juan Rulfo no solo eran amigos, sino que tenían similitudes importantes. Los dos escribieron solamente dos libros, los dos recibieron el premio Xavier Villaurrutia (Rulfo en 1955 por “Pedro Páramo” y Vicens en 1958 por “El libro vacío”) y de los dos se esperó, durante años, un nuevo texto. Toledo cuenta que ambos sobrellevaban la presión de editores y lectoras/lectores para escribir otro libro compartiendo una botella de tequila, sin responderse nunca por qué ninguno de los dos escribía otro libro.
Como muchas de las mujeres de su tiempo, Josefina (quien nació en 1911 en Villahermosa, Tabasco) no tuvo una formación académica, ya que se consideraba que la escuela era innecesaria para las mujeres cuyo destino era la procreación y el cuidado de la casa. Su gusto por la lectura y su interés por la escritura se nutrieron de las aficiones literarias de su abuelo materno y de su madre. Siempre afirmó que ella era una autodidacta culta porque estaba hecha para observar, escuchar y seleccionar todas aquellas vivencias, reales o imaginarias, que le causaban emociones y la obligaban a reflexionar en forma existencial.
Con una carrera comercial de solo dos años, después de concluir la primaria, Vicens empezó a trabajar a los 14 años como secretaria y antes de cumplir los 18 ya sabía que ella tenía que ser independiente porque lo que ansiaba era tener libertad de ser y hacer lo que le viniera en gana.
En la década de los años 40 se vinculó a la industria cinematográfica mexicana, donde su activismo político y social la llevó a integrarse al sindicato y sus deseos de escribir la orientaron a la producción de guiones cinematográficos (escribió más de 90). A la par escribía artículos de opinión, reseñas, crónicas, entrevistas, notas periodísticas, panfletos políticos y peticiones sindicales, utilizando varios seudónimos.
En 1958 publicó “El libro vacío” que narra el imperativo deseo de escribir de un hombre cuya vida es, vista por él mismo, mediocre. Un aspirante a escritor cincuentón, con un empleo mediocre, una familia común y corriente, una esposa dedicada, silenciosa, abnegada; una amante demandante, un amigo cómplice, unos compañeros igual de tibios y comunes que él, un par de hijos que pueden sentirse cercanos o irrelevantes según la situación y el humor del protagonista, pasa su vida deseando escribir, ser escritor, producir una novela, un relato o tan siquiera una historia amable o entretenida.
Ese deseo de escribir lo lleva a comprarse dos cuadernos. El primero para escribir cualquier cosa que se le ocurra, narrar las vivencias cotidianas, plasmar reflexiones, pensamientos, dudas existenciales y cuestionarse lo irrelevante de la vida, tanto propia como ajena. El segundo cuaderno estaba destinado a destilar del primero lo realmente importante, lo trascendente, lo digno de escribirse y, por lo tanto, siempre permanecerá vacío, porque nada merece plasmarse en él. “El libro vacío” es la síntesis, doblemente destilada, de los cuadernos llenos; es el diálogo crítico de quien escribe con lo que escribe y es el camino de frustración, vergüenza, odio, violencia, desconsuelo y rendición de José García, porque nada de lo escrito por él merece ser pasado en limpio. Este libro está dedicado “A quien vive en el silencio, dedico estas páginas, silenciosamente”.
La otra novela, “Los años falsos”, fue publicada en 1982, y trata de una increíble transmutación del hijo vivo en el padre muerto. El hijo, Luis Alfonso, hereda el trabajo y las responsabilidades de Poncho Fernández, incluyendo a su amante, Elena. La narrativa tiene como fondo recurrente la tumba del padre con quien el hijo dialoga soberbio o desesperado. Frente a esa tumba se desdoblan padre e hijo y se refleja el niño transformado en adulto, con todos sus privilegios, pero también con todas sus debilidades y emociones.
“Los años falsos” inicia con 10 versos bien logrados que concentran el núcleo de la trama: ser lo que no se es y no ser lo que se es: “Este vivir no es vivir, es tan sólo un existir, sin lo que el vivir reclama: el hoy, el aquí, el mañana. Vivo a distancia de ti, de tu voz, de tu presencia, y por esa cruel ausencia, vivo a distancia de mí. Vivir así, de esta suerte, no sé si es vida o es muerte”. Una vez que se termina de leer la novela de Vicens, se comprenden con claridad estos versos.
En “Los años falsos” hay un solo mundo, el de los hombres, “prepotente y ruidoso”, fuerte, totalitario, pleno, soberbio e inabarcable, con apenas tenues pinceladas de ese otro mundo -para ellos- despreciable de sumisión y minusvalía, que es el de las mujeres: esposa, hijas, amante o compañeras de trabajo. Luis Alfonso hereda la ropa, la pistola, el trabajo con el mismo patrón, los amigos, los vicios, las mentiras y el papel del hombre de la casa que tenía el padre. Y se esfuerza, a lo largo de las 74 páginas del libro, en hacer desaparecer su voz, la del niño de 14 años que enterró al único miembro de su familia que le era grato, para odiarlo porque vive en él, durante los siguientes cinco años.
En síntesis, las dos novelas de Josefina han logrado pasar la prueba del tiempo, se leen como actuales, originales, hipertextuales y, hay que decirlo, masculinas y machistas. Son novelas que hay que leer de forma pausada, a veces en voz alta para encontrar el ritmo que una escritura como la de Josefina exige; a veces en silencio para reflexionar sobre la inmensidad de lo que se dice.
También hay una especie de apasionada novela biográfica sobre Josefina, de casi 300 páginas llenas de imaginación y con licencias que no se toma cualquiera -lo que se agradece-, escrita por Norma Lojero Vega y publicada en 2017: “Josefina Vicens: una vida a contracorriente… sumamente apasionada”. La autora, sin mesura alguna, le da voz a una Josefina que imagina desde pequeña y recorre toda su vida con el mismo brío, apenas apoyada en unas cuantas entrevistas que le hicieron, pero con un concienzudo trabajo de recopilación y análisis de todo lo que escribió Vicens.
Lojero abunda en las muchas amistades que cultivó Josefina a lo largo de su vida, las muchas mujeres que fueron sus amigas cercanas, sus compañeras de trabajo (Mendoza, Bermúdez, Dávila y Czerniclew Dorantes) y, en especial, su cercanía con Anita Blanch, al parecer, el amor de su vida.
La vida de Josefina Vicens fue una vida apasionada, vivida a plenitud, comprometida, alegre y solidaria. Una vida llena de palabras, de historias, de grandes y genuinas amistades, de deseos, causas, toros, tequilas, cigarros, canciones, libros, proyectos, trabajos, que nunca la desilusionó y le permitió darse la mano al final de su vida.