MARCELA ETERNOD ARÁMBURU (SemMéxico, Aguascalientes). En este afán feminista que entusiasma para deconstruir el mundo y tratar de entender los múltiples núcleos de la desigualdad entre mujeres y hombres que prevalecen hasta hoy, se han identificado a las iglesias, en toda su diversidad, como fuentes de marginación y discriminación hacia las mujeres. Excluyendo el budismo y el hinduismo que están lejanas a nuestras circunstancias occidentales, las tres principales estructuras de sumisión derivadas del judaísmo —incluyéndolo—, católicos, protestantes (englobados como cristianos) y musulmanes comparten, en esencia, su conceptualización de las mujeres.
Por eso, es relevante que en esta amplia deconstrucción del mundo se identifiquen las voces que, a lo largo de los siglos, fueron sentando las bases y refinando la narrativa del puesto de las mujeres en cada una de las cosmovisiones e identificar los elementos comunes que las congregan en los omnipresentes patriarcados que aún hoy dominan.
Se necesita valentía para que desde la teología se vaya en contra de lo que esos arcaicos varones han establecido como la verdad, y se requiere de esfuerzo, solidez intelectual e imaginación para enfrentar a esas poderosísimas instituciones en su propio terreno y con sus mismas armas. Este es el caso de una teóloga alemana, recientemente fallecida (2021), que fue excomulgada porque tuvo el atrevimiento de cuestionar un conjunto de preceptos inmersos en la doctrina católica y logró incidir —con precisión y humor— en el corazón de esa violenta narrativa canónica que envuelve con susurrante voz a las personas deseosas de creer en algo que les permita ir tolerando la crueldad cotidiana de sus vidas con resignación o esperanza.
Es evidente que, en este amplio ejercicio de deconstrucción, la iglesia católica es una fuente casi inacabable de trabajo para los estudios de género. Primero porque ha logrado preservar casi todas sus fuentes desde el siglo primero de nuestra era y éstas son accesibles. Segundo, porque tiene una clara cronología de su ministerio y, en su afán de universalidad, registró lo que ocurrió en muchos lugares (Francia, Alemania, España, Turquía, Rusia, América Latina, algunos países africanos y un largo etcétera). Tercero, porque documentó todas sus discusiones en sínodos, concilios y asambleas, y registró todos los cismas, herejías y violación de los preceptos y dogmas.
Por lo anterior, se puede identificar a los dos grandes constructores de la exclusión de las mujeres en la iglesia católica sin ninguna dificultad: San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino, pilares del patriarcado cristiano y fundamentales para la exclusión de las mujeres de la jerarquía eclesiástica y para su subordinación dogmática. En un breve artículo, “Mujer y sexualidad en Agustín de Hipona” de la teóloga alemana Uta Ranke Heinemannencontramos que, sin salirse de los rígidos límites que impone la teología cristiana, se confirma a Agustín como uno de los grandes ideólogos del patriarcado, revestido de ascetismo, amor a dios y misticismo incuestionable.
Uta Ranke Heinemann desarrolla la tesis de que fue Agustín “quién consiguió fundir en una unidad sistémica el cristianismo con la repulsa al placer y a la sexualidad.” El placer se entiende solo como pecaminoso y carnal, lo que lleva a identificar a las mujeres como la fuente incontrovertible del pecado, como animalidad brutal e instintiva. De ahí surge la necesidad de controlarlas, subordinarlas, excluirlas y siempre vigilarlas, porque ellas y solo ellas son pecado y perdición. En “Eunucos por el reino de los cielos. La iglesia católica y la sexualidad” Heinemann (compañera de estudios de teología de Joseph Ratzinger, el papa renunciante que mantiene que es la impureza intrínseca de las mujeres la que impide que puedan ejercer el sacerdocio y obliga a mantenerlas lejos de lo sagrado institucionalizado), llega a conclusiones sensatas sobre el complicadísimo y rocambolesco recorrido de la narrativa católica para controlar el comportamiento sexual de la grey y eliminar el placer porque éste se concibe como obstáculo para la religiosidad humana.
Si no fuera por las terribles consecuencias que han tenido los textos de Tomás y de Agustín, cuya influencia prevalece hasta hoy, éstos podrían resultar hilarantes. Algo tan divertido como leer las mitologías griegas o nórdicas, y encontrar el encanto de sus primitivas concepciones y la poesía de sus patrañas. Quizá, así se podría entender que respondían a la ignorancia de sus tiempos, a miedos y fobias colectivos y, sobre todo, a sus estrechas opiniones sobre temas que no solo desconocían, sino que satanizaban apriori. ¿Sabía usted que los teólogos cristianos dedicaron cientos de horas a discutir todos los efectos impuros que conlleva la menstruación? ¿Se imagina que los sacerdotes cristianos casados durante cientos de años, antes de establecerse el celibato como obligatorio, pagaban multas a la iglesia por cada hijo que tuvieran? ¿Conoce a fondo la historia de la inmaculada concepción de María, dogma necesario para eliminar la impureza de un nacimiento normal que llevó a Joaquín y a Ana a la santidad por concebir a María en forma inmaculada?
Si no quiere incursionar en estos textos (muy interesantes pero aburridos, que como todo ensayo bien documentado requiere de citar a uno, otro, y otro autor, hacer exégesis de los textos y volver a ellos todas las veces que sea necesario) puede emprender la lectura de una novela inteligente, fascinante por su tema y de muy fácil lectura; con una mujer culta, refinada, apasionada por la enseñanza y enamorada de la vida como protagonista. Se trata de “Vita brevis”, novela con formato de epistolario donde Floria Emilia, el personaje principal, confronta a Aurelio Agustín, que no es otro que el famosísimo San Agustín de Hipona, autor de “Las confesiones”. Con una prosa ágil, el autor, Jostein Gaarder construye un relato de ficción (nadie sabe cuál fue el nombre de la amada concubina de Agustín) pausado, íntimo, humano y comprensible en un marco de un amor entre iguales que se reconocen, admiran y respetan.
Con la lectura de “Vita brevis” se concluye que San Agustín resultó un cobarde que nunca pudo enfrentar a su madre; que Santa Mónica era clasista, maldiciente y metiche; que la conversión de Agustín al cristianismo y el repudio de Floria Emilia fue un sinsentido, gestado por la cobardía, la culpabilidad, la vergüenza, el deseo plenamente reprimido, la autoflagelación y el miedo, y que esto tuvo graves consecuencias al postular la falsa incompatibilidad entre las muy diversas formas del amor.