TEXTURA VIOLETA/  Mismas vacunas, distintas condiciones de vida

DRINA ERGUETA* (SemMéxico, La Paz, Bolivia). Con seguridad es muy difícil gestionar un asunto como la vacunación contra el covid-19 en un país tan complejo como Bolivia, donde no parece adecuado aplicar una misma decisión sanitaria para personas cuyas realidades sociales presentan enormes diferencias.

De acuerdo a índices globales de Our World in Data, el porcentaje de población vacunada en Bolivia es del 40%, mientras la media en el planeta es del 48%. Ante el rechazo a la vacuna desde sectores, inclusive movilizados, el gobierno boliviano ha emitido dos decretos por los que se establece su obligatoriedad con la creación de un carnet de vacunación como requisito para cualquier actividad: acceso a instituciones, bancos, comercios e inclusive al transporte público.

En las ciudades bolivianas, como en otras del mundo, existen bulliciosos grupos antivacunas motivados ya sea por creencias religiosas cerradas, por versiones conspiranoicas o por desconfianzas hacia los intereses de las farmacéuticas y hacia los desconocidos efectos futuros de la vacuna. Pero también están, especialmente en la periferia o fuera de las ciudades, personas para quienes la medicina les es inaccesible, muy lejana y especialmente ajena.

Por una parte, en las calles de las principales ciudades las aceras están llenas, rebalsan hasta la calzada viandantes y comerciantes que allí se han instalado porque es su fuente de ingreso, en especial de las mujeres; los minibuses y autobuses van repletos y no siempre con ventanillas abiertas, y es la opción para trasladarse; las filas para acceder a un banco o hacer algún trámite son largas y sin distancia alguna; las mascarillas reutilizadas hasta perder el color dejan las narices al aire; las reuniones familiares, entre amigos y colegas de trabajo no cesan… y, en los últimos días, las cifras de contagios superan los récords.

Por otra, en el área rural es distinto, allí parecería que el virus no existe o que pasó, se llevó a quien tuvo esa mala suerte, y se fue. No hay mascarillas ni ningún cuidado específico. Claro que, al haber menos habitantes y mucha menor densidad poblacional, allí corre el aire y es más limpio. Se acepta a quien, siendo de su comunidad, va y viene porque se dedica al comercio, pero se desconfía un poco de alguien de fuera, más si es de ciudad. No siempre han traído algo bueno, no sólo el covid-19, sino desde siempre.

Hay varios estudios que explican que la poca existencia de centros de salud rurales y el trato a veces despectivo allí recibido han hecho que crezca esa desconfianza hacia los servicios de salud que no sean de curanderos/as tradicionales. En los últimos años ha crecido el número de hospitales rurales; sin embargo, aún no se ha logrado cubrir suficientemente a la población ni ganarse del todo esa confianza. Aún está el recuerdo de las esterilizaciones forzadas del siglo anterior (si hay abuso, las mujeres lo reciben doble), entre otros motivos.

El vicepresidente David Choquehuanca, indígena campesino, es un ejemplo, se ha visto obligado a vacunarse ante las críticas recibidas. Críticas de gente de ciudad y muchas con el tono racista y también estigmatizante hacia lo indígena como ignorante genético. Críticas que también recibe la diputada indígena Lidia Patty, que señala a estas medidas como discriminatorias y anticonstitucionales, ya que no validan a la medicina tradicional de curanderos que son a quienes acude la población indígena.

El covid-19 y la vacunación para contrarrestarlo requieren una atención inmediata, sí. La obligatoriedad de un carnet posiblemente es una solución para ciertos grupos sociales; sin embargo, en un país con realidades diversas, donde la población tradicionalmente más desfavorecida es la que no se ha vacunado, posiblemente el palo no sea la solución, sino que habría que buscar otras opciones, quizás la zanahoria.

*Drina Ergueta es periodista y antropóloga

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