MARÍA MANUELA DE LA ROSA AGUILAR
México oficialmente es una democracia plena, en donde el pueblo delega su poder soberano en la persona de sus mandatarios. Una democracia que ha sido el resultado de cruentas batallas en donde los mexicanos han luchado, primero, por su independencia, luego por terminar con las injusticias sociales, por lo que la revolución, que cobró mas de un millón de muertos, dio inicio a una nueva etapa, marcada por la salida de Porfirio Díaz, para luego, después de una serie de asesinatos políticos y golpes de estado, se impusieran nuevamente dictaduras militares, que culminaron con el regreso de civiles en la presidencia, con la llamada “dictadura perfecta”, con gobiernos de centro izquierda que promovieron el desarrollo y un sistema de economía social que mantuvo al país con cierta estabilidad durante casi un siglo, hasta que la corrupción acabó por derribar la estructuras del poder y a principios de este siglo se dio la alternancia hacia un gobierno de centro derecha, que tampoco cumplió las expectativas de la sociedad mexicana, que se decidió por la izquierda radical en el 2018, aunque con una participación ciudadana de unos 60 millones de los poco más de 80 millones registrados ante el INE. Para el triunfo de Andrés Manuel López Obrador fueron suficientes 30 millones de votos y su llamada Cuarta Transformación logró posicionarse y permanecer con el triunfo de la morenista Claudia Sheinbaum, por lo que la izquierda se prolongará por 12 años en México.
Hace ya 170 años que gobernó “Su Alteza Serenísima” Antonio López de Santa Ana, quien estuvo en a presidencia de México once veces, entre 1833 y 1855. Santa Ana fue protagonista de varios motines, asonadas, revueltas y golpes de Estado; y aunque en realidad fue un dictador, estaba convencido de que había llegado a la presidencia de la República porque el pueblo estaba harto de la inmoralidad por lo que le otorgó todas las facultades para “restablecer el orden y la justicia”.
Entre sus acciones, decretos y manifiestos están:
El haber convocado a un concurso para establecer el himno nacional. Así como lo hizo lo propio un jefe de gobierno de la ciudad de México no hace mucho.
Decidió modificar las leyes para adecuarlas a su manera personalísima de gobernar, imponiendo su voluntad.
Derogó la constitución vigente de 1847, sustituyéndola por una a su medida que denominó “bases para la administración de la República”, otorgándose poder absoluto “para resolver lo que más convenga para servicio de la nación”. De esta manera sometió a todos los poderes, diluyéndolos.
Decretó que entraban en receso las legislaturas y el Congreso, tanto de los locales y el general. Para él no había necesidad de un poder legislativo, formando un Consejo de Estado, que él mismo designó.
El designaría a los ministros de La Suprema Corte de Justicia de la Nación, que de otra manera era un obstáculo para el gobierno.
Ordenó que los gobernadores estuvieran sometidos a sus órdenes, eliminando así el federalismo.
Dispuso que todos los ingresos y recursos del Estado de cualquier índole, estarían bajo su total control y él mismo definiría en que se aplicarían los recursos de la Hacienda Pública.
Su gobierno convocaría directamente a un concurso a los contratistas para elegir al mejor, pero a su juicio podría designarse directamente a un proveedor en específico.
Asumiendo que la mayoría lo apoyaba, todo aquel que se opusiera a su proyecto, ideas, leyes o disposiciones, serían tratados como enemigos de la República y automáticamente se les consideraría conspiradores, contra el orden y enemigos de la unidad nacional, por lo que sus opositores serían juzgados militarmente en consejos de guerra y castigados por un tribunal militar con la pena de muerte.
Todos los periódicos que escribieran en contra de los designios presidenciales, escritos considerados subversivos contra su gobierno o que “insulten el decoro del supremo gobierno”, ya sea escritos, sátiras o caricaturas, serían suprimidos. Y esta disposición se extendió contra cualquier libro que se imprimiera contra el gobierno.
Si algunos mexicanos hablaban para ponderar, aunque fuera en conversaciones privadas, sobre el sistema federal norteamericano, serían traidores a la patria, por lo que serían investigados por una policía secreta para ser juzgados por tribunales militares para castigarlos por traición a la patria, esto es, pena de muerte.
Considerando que el pueblo lo amaba y aplaudía todas sus iniciativas, convocaría a una consulta popular para que los mexicanos decidieran si querían que su gobierno continuara indefinidamente, para hacer de México un país “floreciente y feliz”. Así que se sometería a la “espontánea” voluntad popular. Cabe decir que esta consulta fue promovida por su incondicional séquito. Y como en esta consulta popular ganó, permanecería el tiempo que él lo juzgara necesario. Su Corte declaró por tanto que además de permanecer en el poder hasta que lo decidiera, podría además decidir quien lo sucedería, con las restricciones que considerara pertinentes.
Su Consejo de Estado decidió otorgarle el título de Capitán del Ejército y la Armada, el cual rechazó por humildad, por lo que le concedieron el de “Alteza Serenísima”, aunque si bien no se refiere a ningún título nobiliario específico, pero si de un título de dignidad monárquica, tratamiento correspondiente al de un príncipe. ¿Sería para atribuirle sutilmente cualidades juveniles?
Así, en México, hemos tenido un gobernante que por humildad decidió despreciar la vieja casona presidencial como residencia oficial, prefiriendo el magnífico palacio virreinal tapizado en seda, con finos muebles de maderas preciosas labrados y esculpidos, candiles de cristal cortado, magníficos cuadros de incalculable valor y un gran número de salones y aposentos reales, con suntuoso mobiliario, un lugar digno de reyes y emperadores.
La Historia no se repite, pero las coincidencias de la rueda del tiempo continúan su curso.