SAÚL ESCOBAR TOLEDO
SemMéxico, Ciudad de México. Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía, en un artículo publicado hace un par de semanas (Project Syndicate, 01052024), recordaba que el pensamiento dominante en la academia, los medios de comunicación y las esferas oficiales había asegurado que la ortodoxia neoliberal que se impuso hace unos cuarenta años en Occidente (achicamiento del Estado, menos impuestos, desregulación) iba a fortalecer (no debilitar) la democracia. Sin embargo, dice Stiglitz, en muchos países del mundo, incluso en los más desarrollados, las tendencias autoritarias se han fortalecido. Desde luego, el autor está pensando en las próximas elecciones en EU en las que un triunfo de Donal Trump, “podría llevar al caos” a esa nación bajo un líder que está “más interesado en mejorar el bienestar del 1% más rico”. Su triunfo significaría “la imposición de la deshonestidad, la explotación socialmente destructiva y el rentismo (es decir, el debilitamiento del aparato productivo en aras de quienes viven de las ganancias financieras)”.
Y se pregunta: ¿qué salió mal? Su respuesta: el neoliberalismo no cumplió lo que prometió. En Estados Unidos y en otras economías avanzadas que lo adoptaron, el crecimiento del ingreso real (deflactado) per cápita entre 1980 y la pandemia de COVID-19 fue 40% menor que en los treinta años precedentes. Peor aún, ocurrió un estancamiento generalizado de los ingresos en los niveles inferior y medio de la escala, mientras aumentaban los del nivel más alto. Además, el debilitamiento de los mecanismos de protección social generó más inseguridad financiera y económica. Y agrega: “Parece que los partidarios del neoliberalismo nunca se dieron cuenta de que dar más libertad a las corporaciones limita la libertad del resto de la sociedad”.
Stiglitz anota que el neoliberalismo considera como una herejía el cobro de impuestos, pues lo considera una afrenta a la libertad individual. No obstante, asegura, “…sin impuestos no hay Estado de derecho ni ninguno de los otros bienes públicos que una sociedad del siglo XXI necesita para funcionar”.
En resumen, para Stiglitz, la democracia está siendo amenazada por el fracaso de las políticas neoliberales y sus secuelas, la desigualdad y la renuncia a cobrar impuestos.
Una opinión similar la ofrece Gabriel Zucman, un distinguido economista francés de la Universidades de París. En un editorial en el NYT (03052024) aseguraba que ya era hora de gravar a los billonarios. Anotaba que en 2018 las personas más acaudaladas de EU erogaban apenas el 23% de sus ingresos en impuestos, una tasa menor que la que pagan los trabajadores. Además, las exacciones a las ganancias de las corporaciones y a las herencias han disminuido notablemente en los últimos años. En Europa, los billonarios que labraron su fortuna en Francia, Alemania o Suecia, por ejemplo, establecen su residencia legal en Suiza, país en el que las tributaciones son muy bajas.
En 2021 más de 130 gobiernos nacionales acordaron aplicar una tasa de 15% a las ganancias de las multinacionales más grandes del mundo; de esta manera, no importa dónde declaren su residencia, con este impuesto global tendrán que pagar esa tasa mínima. Sin embargo, Zucman considera que eso no basta y que es necesario otro gravamen, ahora a los billonarios, a las personas, ya no sólo a las empresas, con una tasa de 2 por ciento a su riqueza. Este impuesto, calcula, podría rendir alrededor de 250 mil millones de dólares al año. Se trata, añade, de una carga que afectaría a un número extremadamente reducido de personas extremadamente ricas, unas 3 mil en todo el mundo, y que significaría una pequeña cantidad de sus ganancias.
Finaliza diciendo que: “En las democracias liberales una ola de descontento político está ocurriendo, enfocada a salir de la desigualdad que corroe las sociedades”.
La idea de un impuesto a los superricos está permeando también América Latina. De acuerdo con un artículo de Bloomberg (27022024), la adopción de un tributo a las grandes fortunas ha tomado fuerza debido a la constatación de dos hechos relevantes: el aumento significativo de la concentración del ingreso y la riqueza, y la evasión cada vez mayor por la fuga de capitales a los paraísos fiscales.
El reportaje señala que el impuesto a la riqueza ha adoptado diferentes enfoques en Latinoamérica, pues “mientras Colombia, Uruguay y Argentina tienen una imposición universal, Chile, México y Perú gravan ciertos activos, especialmente inmuebles, pero no poseen un tributo general al patrimonio…”
Por ejemplo, en Uruguay, existe el Impuesto al Patrimonio (IPAT). Las personas físicas, están obligados a presentar una Declaración Jurada (DJ) anual si sus caudales superan el Mínimo No Imponible (unos 155 mil dólares) con una tasa única de 0.1%; para las entidades morales y las personas no residentes la tasa se eleva al 1.5%; y si estas últimas pertenecen a un territorio de baja o nula tributación, hay una alícuota superior al 3%.
Por su lado, el presidente brasileño Lula da Silva, promulgó a finales de 2023 un impuesto del 15% que grava a los fondos de inversión de “los superricos” y con 22.5% los capitales de residentes brasileños depositados en paraísos fiscales. De esta manera, el gobierno espera recaudar más de 5 mil millones de dólares en 2025.
Lamentablemente, en México no se grava el patrimonio de las personas físicas (con excepción del predial que arroja una cantidad muy pequeña), ni las herencias o donaciones de las personas más acaudaladas.
Sin embargo, de acuerdo con un estudio reciente de Oxfam (23012024), la desigualdad extrema de la riqueza en México no deja de aumentar. A pesar de los avances en el último lustro para mejorar la distribución del ingreso, poco o nada se ha hecho para mejorar la distribución de la riqueza. De esta manera, los ultrarricos (14 personas con una fortuna de más de mil millones de dólares) concentran el 8.18% de la riqueza de nuestro país; los ricos, unas 300 mil personas que tienen un patrimonio de más de un millón de dólares, concentran el 51.67% (lo que sumado a los ultrarricos da un total de 60%); la mitad más pobre apenas posee el 4.77%, y el resto de la población (que no pertenece a esa mitad y tampoco a los ricos o superricos), el 35.38%.
Esta desmesurada concentración de la riqueza se ha acentuado por una estructura del Impuesto sobre la Renta que beneficia a las personas de ingresos más elevados. Además, no afecta los patrimonios más abundantes. Lo anterior, Oxfam lo atribuye a que: “(La) excesiva concentración del poder económico guarda una estrecha relación con el poder político: los ultrarricos en México lo son, sobre todo, por décadas de gobiernos que han renunciado a regular su acumulación de poder e influencia. Once de los catorce ultrarricos mexicanos se han beneficiado y se siguen beneficiando de múltiples privatizaciones, concesiones y permisos que les ha otorgado el gobierno mexicano en las últimas décadas, lo que ha representado la transferencia masiva de riqueza de lo público a una pequeña proporción de personas en lo privado”.
La desigualdad y los bajos impuestos van de la mano en México, como sucede en la mayor parte del mundo, tanto en los países desarrollados como los menos desarrollados. Una desigualdad que ha tomado rasgos escandalosos y que, como afirman varios especialistas, está erosionando la democracia: causa malestar social y pérdida de confianza en las instituciones.
En México, la mejoría de los últimos años, gracias a los aumentos a los salarios mínimos y a las transferencias monetarias a las familias (como el Programa de Adultos Mayores), no debe ocultarnos los riesgos que entraña la concentración de la riqueza y la baja tributación, especialmente al percentil más acaudalado. Particularmente ahora que la capacidad de las finanzas públicas parece haber llegado al límite. Así las cosas, como dice Zucman, también en México ha llegado la hora de gravar los billonarios, uno de los cuales, por cierto, tiene una fortuna equivalente a la mitad más pobre del país.
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