LA COSTUMBRE DEL PODER

El poder de la palabra: del “moche” al diezmo

*Los políticos, los hombres de poder, los presidentes de la República, distan mucho de aproximarse a la divinidad, de codearse con ella, son tan falaces, mentirosos y débiles como el común de los mortales, tanto así que defecan igual que ellos, con un agravante, carecen de escrúpulos y se solazan en el abuso a los gobernados. ¿O no, Andrés Manuel?

GREGORIO ORTEGA MOLINA. La palabra adquiere la fuerza dada por la moral, credibilidad y estatura política y social del emisor. Sin embargo, hay voces, ideas, mensajes, propuestas que trascienden el tiempo y a quien las pronuncia. Es posible que la respuesta a esta verdad permanezca contenida en Corintos, donde Pablo de Tarso asienta: “Nadie puede llamar a Jesús Señor, si no es por la acción del Espíritu…”; es decir, la posibilidad de dar poder y certeza al mensaje reside en uno mismo, en esa fe en la persona o la divinidad, que es un regalo que está por encima de toda razón.

Pero para los legos, para el ejercicio de comunicar y poner en orden a la sociedad, con ese propósito común de vivir en paz social y evitar los sobresaltos que hoy mantienen a buena parte de los mexicanos con el Jesús en la boca, es que pagamos nuestros impuestos -no todos y no cualquiera, algunos transan y avanzan y pagan sus “sistemas de seguridad”, aunque luego los degüellen como a cerdos, o los traicionen-, aunque muchos se avienen a completar los haberes de los que prometen mejorar las condiciones de la comunidad que los eligió, o con el firme propósito de encumbrar a quienes prometen cambiar las condiciones del mundo en que se encuentran confinados.

Como esas “recaudaciones” son ilegales y casi nunca se destinan a los fines propuestos, muchos lo consideran simple extorsión y otros un atraco en despoblado. La manera de llamarlo y/o denunciarlo varía, según los usos y costumbres de época, lugar y necesidades de quien o quienes levantan la voz para sacudirse esas alcabalas.

Martín Lutero propuso y logró la reforma de la Iglesia, aunque no del todo, pues no dejan de azorarnos los destinos que dan los prelados a ese diezmo que los católicos, y muchas otras denominaciones cristianas, entregan a los administradores de la fe, lo que anuncia de entrada un conflicto de orden moral, puesto que esa fe sólo es de origen divino y se obtiene o recibe gracias a la acción del Espíritu. Se establece un vínculo entre el recipiendario y el otorgante.

Eso mismo ocurre en las relaciones humanas. Los intermediarios entre quienes detentan el poder político y económico y los que esperan algún beneficio de ese poder, mantienen su complicidad sustentada en un principio esencial de credibilidad, más allá de toda confianza racional. Así, los ingenuos se repiten el mantra sexenal: Estos sí van a cambiar nuestras condiciones de vida, nos darán mejores oportunidades, se dicen quienes entregan su moche, su cuota, su diezmo, su aportación, porque se dejaron convencer de lo que a todas luces no es, ni será.

Es necesario que los mexicanos propalemos, entre nosotros, este nuevo dogma: los políticos, los hombres de poder, los presidentes de la República, distan mucho de aproximarse a la divinidad, de codearse con ella, son tan falaces, mentirosos y débiles como el común de los mortales, tanto así que defecan igual que ellos, con un agravante, carecen de escrúpulos y se solazan en el abuso a los gobernados. ¿O no, Andrés Manuel?

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Bien por el atolondrado de Andrés Manuel, pues nos advierte que no se va a dejar, lo que obliga a la pregunta única e ineludible: ¿los gobernados sí nos vamos a dejar después de más de tres años de su mangoneo; permitiremos que -por qué no usar la palabra- nos pendejee de lo lindo todas las mañanas? ¿Le pagamos para que se burle de nosotros?

Ya estuvo bueno, ¿o no señor presidente de la República? Primero ponga orden en casa y luego beba su chocolate Rocío.

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