ROCÍO FIALLEGA (SemMéxico, Ciudad de México). Sus brazos acunaron por una semana al hijo muerto; nadie quiso hacer nada hasta que el olor amargo invadió todo el pueblo; llegaron los del gobierno, los del púlpito, los médicos, pero solamente un niño pudo quitarle el cadáver.
Ella no sabía qué hacer con su propio cuerpo.
Sus ojos eran una humedad de incendio, solitaria ansiedad que le hería la piel. Observaba su vientre distendido maldiciendo.
Su cama se convirtió en el fondo del último espacio en la tierra, como si la zona abisal se viera superada.
Se balanceaba entre la tristeza y el olvido, pero siempre llegaba la memoria, mujer-mecedora siguiendo el ritmo de una melodía dolorosa, incomprensible movimiento que la acercaba al sueño donde abrazaba al hijo que bebía de su seno.
Después de tres días, la leche y la sangre se le escaparon del cuerpo, a través de su pezón rosado izquierdo.