JUAN CHÁVEZ. Trascendió que el PRI, en comisiones, dio su voto a la reforma constitucional que mantendría al Ejército en las calles hasta 2028.
Ello significará, de discutirse la minuta de la Cámara de Diputados y en su caso, aprobarse, que AMLO consiguiera poner de rodillas al PRI de “Alito” y, en consecuencia, desaparecer la Alianza Va por México.
El presidente de los abrazos y no balazos habrá logrado el éxito con su mensaje camuflado: no habla de militarización sino de “pueblo uniformado”.
La excusa de aumentar la presencia militar es debido a la espiral de violencia e inseguridad que no ha hecho más que crecer en lo que va del sexenio. Pero no solo le ha dado esta función, sino muchas otras (34 nuevas, para ser precisos) a la Sedena: desde la logística de las vacunas contra el COVID-19, pasando por la construcción de aeropuertos y sucursales del Banco del Bienestar, la administración de las aduanas, el control de migraciones y hasta el control administrativo del Tren Maya y del corredor Transítsmico.
Debe quedar claro que las funciones del Ejército son la defensa del territorio y de la soberanía nacional de ataques externos, instrumentar planes de emergencia en caso de desastres y actuar cuando la seguridad interior se encuentra amenazada. Y otra vez, no hay que camuflar seguridad interior con seguridad pública. La primera es la que amenaza el funcionamiento de las instituciones y no estamos en esa situación.
La narrativa oficial y diaria de ‘tenemos otros datos’, que ha chocado mil veces con números oficiales y comprobables, es una narrativa de camuflaje, de dar aspecto siempre de otra cosa. Esa narrativa de “es por el bien común” y de llenar de uniformados camuflados las calles del país para atacar un problema de delincuencia es también camuflar un problema que no logró controlar y una promesa de campaña que no dudó en romper.
Dejarse penetrar por hackers equivale a obsequiar armamento al enemigo. La Sedena, una institución a la que se ha engordado apresuradamente no reconoce sus propias prioridades ni escucha las recomendaciones institucionales.
La apuesta por la militarización exhibe sus enormes costos. Habría pensado que ese gravamen se revelaría plenamente hasta el siguiente gobierno, cuando la nueva presidencia tuviera que vérselas con la herencia lopezobradorista. Pensaría que hasta entonces se haría contabilidad de todos los espacios perdidos por el poder civil, la enorme tajada presupuestal que ata a la administración, los abundantes negocios de la opaca empresa militar, la presencia pública de los uniformados, la santificación retórica de las fuerzas armadas.
Pero la factura de la opción militar la empieza a pagar el arquitecto de la alianza. El Ejército amenaza al poder civil, restringe su actuación, obstaculiza la marcha de la justicia. Lo ha insinuado el propio presidente: quien debe obediencia se ha convertido en un factor de presión. Cuando el secretario de la Defensa arremetía contra quienes pretendían ensuciar la reputación del Ejército no tenía seguramente en la mira a la prensa sino al gobierno que tanto lo ha mimado. Anticipaba el choque por las investigaciones de Ayotzinapa y deslizaba la amenaza. Para el Ejército era inaceptable la conclusión que la comisión adoptó como veredicto anticipado. Hablar de un «crimen de Estado», por otra parte, implicaba culpabilizar a la institución militar. Y ahora, con un PRI arrodillado, crecerá la soberbia del titular de la Sedena que no sufre ni se acongoja por el hacker saqueo de su información.