BELLAS Y AIROSAS/ 9 de mayo, Día de mi Madre

ELVIRA HERNÁNDEZ CARBALLIDO

SemMéxico, Pachuca, H09 de mayo (entresemana.mx). Mi mamá me enseñó a no celebrar nada el 10 de mayo Esta decisión materna no es de feminista ni de rebelde furibunda, lo que pasa es que un día antes es su cumpleaños, por eso siempre festejamos el 9 de mayo.

Sí, ese fue el día en que ella nació, pero también fue el día en que la mujer que le dio la vida perdió la suya. Nadie le detalló que pasó en el momento de su nacimiento, yo le he inventado una historia buscando también respuestas, tratando de regalarle un recuerdo. Una sola vez estuve al frente de la tumba de mi abuela. Me impresionó leer la fecha de su nacimiento y muerte: 1915-1929. Posiblemente esa ausencia materna provocó en mi mamá una extraña personalidad que inspira a quererla por siempre y otras a preferir alejarme con prudencia filial.

Nunca nos ha dejado hacer ninguna tarea doméstica en casa, pero fue terriblemente exigente para imponer una disciplina escolar con la fuerza de su chancla. Diez o nada era su consigna, así nos volvimos niñas nerd por siempre. Cuando me titulé en el doctorado dijo que de haber sabido que nos íbamos a apasionar tanto no habría sido tan exigente.

Complaciente al elegir la comida del día, nunca nos forzó a comer nada que no nos gustara, pero si cualquier galán se nos acercaba podía correrlo a escobazos, interrogarlo hasta la tortura o maldecirlo desde el fondo de su alma. ¿Quieren tener novio? Primero me entregan su título, amenazaba.   Durante toda nuestra infancia nos repetía ese tipo de frases que con el paso del tiempo ya son inolvidables y, sin duda, marcaron nuestro futuro. Todavía escucho su voz al decirnos “estudien para que solamente dependen de ustedes mismas” o “en una de ustedes debe caber la prudencia”.

Prefirió irle al Atlante que al equipo de futbol América, aunque nunca peleó por eso con mi papá, hasta la fecha discuten como todo matrimonio, pero se quieren con todas sus virtudes y rarezas por eso llevan juntos más de 70 años.

Naturalmente generosa, me heredó esa virtud. Es la mejor vendedora del mundo y teje más que la misma Penélope.

Todavía me gusta escuchar algunas aventuras de su infancia. Nunca deja de evocar ese gran amor que le tuvo a su tío Arturo, esposo de mi tía Elvira quien fue hermana de mi abuelita y adoptó a mi mamá. Él le decía “Gato” porque mi mamá se trepaba hasta la parte más alta de cualquier mueble y se dormía en cualquier rinconcito.

Le fascinaba estar en el Amasijo, así le decían al lugar donde se preparaban los biscochos y bolillos de la panadería de mis tías. Asegura que en las mañanas se escuchaba como si estuvieran preparando las bolas de masa, pero ya no había nadie en ese lugar.

Mis tías le decían que los caireles de mi abuela parecían largas serpentinas de infinitos laberintos. Por eso, jura y perjura que una noche, entre los maizales, sus ojos de niña vieron a una hermosa mujer de cabello muy chino y que con señas le pedía se acercara a ella. Se asustó mucho, pero al mismo tiempo sintió un gran embeleso, pensó que podía ser su mamá. El tío Arturo prefirió echar balazos al aire antes de averiguar si se trataba de una aparición.

A esa niña que fue mi madre cuando iba de visita al panteón le gustaba jugar a brincar las tumbas. Dejó de hacerlo cuando cruzó sobre una que estaba abierta y vio que al fondo dormía plácidamente una joven dama, más bien parecía una virgen, que tenía entre sus manos un ramo de violetas. Otra vez, creyó que era su madre.

Tuvo tres grandes aliadas durante su niñez: la tía Conchita, Elina y su prima a la que le decían La Viche. Cuando se reunían ya mayores me gustaba escucharlas platicar llenas de alegría y sus risas de sirenas felices fácilmente se contagiaban.

Después, mi mamá dejó Oaxaca y se fue al D.F., ahí hizo una gran amistad con Marina y Lucha. No olvido una vez que las sorprendí bailando alrededor de un bote de tamales para que no fueran a salirles crudos. Ya más grande, mi mamá se daba tiempo para hacer ejercicio con un gran grupo de amigas, su preferida era doña Laura, y organizaban inolvidables desayunos.

Tal vez para justificar la diferencia de edades entre ella y mi papá, él contaba que mi mamá se lo robó a la salida del jardín de niños mientras le ofrecía un dulce. Nunca me preocupó saber quién de los dos era mayor o menor, prefería espiarlos mientras bailaban alguna pieza romántica de la Sonora Santanera. Sí, se aman, repetía emocionada al contemplarlos.  Me gustaba escucharla cantar: “Cariño santo, mira cómo ando, toda la culpa la tienes tú” mientras tallaba y tallaba la ropa cada lunes que se ponía a lavar.

Cuando me fui a tomar la foto para mi título de doctorado se puso a llorar al verme con el cabello tan bien acomodado y totalmente alaciado con gen: “así lucías cuando te peinaba antes de irte a la primaria”, musitó limpiándose las lágrimas. Se burla todavía de mí al recordar cuando me sacaron dos muelas y yo le mandaba recaditos de mi puño y letra porque pensé que no podía volver a hablar.

Fui la primera de sus hijas en embarazarse. Me acompañaba al ginecólogo y lloró conmigo cuando distinguimos la carita de mi hijo en el ultrasonido. Me bañó durante 40 días después de mi cesárea. Gracias a ella, siempre pude dejar a mi pequeño en un lugar seguro mientras me iba a reportear o hice mi posgrado.

Sé que soy la oveja negra de la familia. Ella ya se ha resignado a aceptarlo.

Comprendo que el tiempo no sea solidario al mirar las arrugas de su rostro y su andar pausado. Cuando la visito me gusta que regrese al ayer para reiterar que nunca fue más feliz como cuando éramos unas niñas.

Por todo esto y más, siempre celebraré el 9 de mayo.

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