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LILIA CISNEROS LUJÁN. Vanidad es un vocablo, muy utilizado y con demasiadas connotaciones y sinónimos, para abarcarlo en un mini comentario. Solo en una las obras más leídas por los humanos – La Biblia- aparece 75 veces, en tanto que uno de sus libros a saber el Eclesiastés la usa en 28 ocasiones. En el antiguo griego se ocupaba para denotar frustración, vaciedad, transitoriedad o futilidad y en términos psicológicos, se considera que es la vanidad, la que está en la base de la soberbia, la megalomanía y el narcisismo. A partir de estas generalidades, el vanidoso, deja testimonio de –sobre todo cuando abre la boca- lo pasajero de la existencia, la altanería, la arrogancia, la idolatría, la necedad y la mentira.
Lo que implica este sentimiento ha sido analizado por muy diversos pensadores, lo mismo filósofos, religiosos, antropólogos y por supuesto psiquiatras y psicólogos. Friedrich Nietzsche afirmó «La vanidad es el temor de parecer original; denota por lo tanto una falta de orgullo, pero no necesariamente una falta de originalidad » en tanto que el académico Mason Cooley: señaló que si es bien alimentada la vanidad es benévola, en tanto que se torna déspota si está hambrienta. Si solo nos referimos al ámbito espiritual, en el otro extremo del fanatismo idólatra, encontramos vanidosos ateos que se consideran a sí mismos como dios[1]. Aunque el fenómeno de terminar negando a Dios, como resultado de una vanidad irracional y egoísta aparece en casi todas las manifestaciones religiosas, hare uso del cristianismo, dado que es el más conocido por mis lectores[2].
La auto-idolatría negacionista de Dios, está implícita en inclinaciones mitológicas que enaltecen la posibilidad de amor entre dioses y humanas; la certeza de que es posible reservar espacios donde todos los que dominen esas áreas se conviertan en dioses, sobre todo si logran alcanzar las alturas por igual tratándose de pirámides que de edificios modernos. Esto aparece en quienes aprendieron del Dios creacionista, en el catecismo de Gerónimo Ripalda que, en las diversas lecciones de la escuela dominical, la escuelita bíblica de vacaciones, la clase de catecúmenos o alguna de las tantas películas producidas lo mismo por judíos que por cristianos reformados y hasta testigos de jehová, mormones y el gran abanico de expresiones modernas que incluyen a aquellas que dan preminencia al modelo de predicación del espectáculo, bien sea presencial o digital.
En muchas de las tradiciones orales religiosas, se repite el concepto de haber sido creados por un dios, casi siempre a –sobre todo en las judeo-cristianas y musulmanas- su imagen y semejanza; es decir, los humanos somos parte de la creación pero con una serie de ventajas –respecto de otros animales[3]. Con la necesaria variedad de versiones culturales y de tiempo las interpretaciones creacionistas, nos dicen que algunas de las semejanzas que nos fueron concedidas tienen que ver con la justicia, el amor y sobre todo un entorno de armonía, en el que la presencia de Dios era constante y la del hombre sin “pecado”, motivo por el cual dentro de las libertades otorgadas para organizar el mundo como buen mayordomo, se incluyó una norma fundamental que de manera perfecta incluía la muerte en caso de ser violentada. Si la curiosidad “de conocer” fue masculina o femenina, si el conocimiento es parte de las semejanzas otorgadas en el ejercicio de libertad, no será parte de esta reflexión como si lo es, el que el argumento para convencer del “enemigo” fuera, la invitación a no creer en el castigo formulado, sino en el supuesto temor del creador de que ellos se convirtieran en dioses. Eso es el pecado original, la vanidad de no aceptar la condición que te fue concedida –con todas sus posibilidades de desarrollo sano- y el ánimo pervertido de ser más que aquel que te permitió ser. ¿por eso es que algunos quieren descalificar al árbitro de nuestra democracia? ¿Se sienten menos por tener que someterse al INE? ¿Cuantos vanidosos se mueven en los caminos de la democracia, deseando ser ubicuos e inmortales?
Más allá de todo lo que se advierte a lo largo de los textos citados, la realidad es que el pecado original es la inclinación a este[4] con la vanidad en su esencia, que se convierte en engreimiento y expresión exagerada de la arrogancia, como ocurre con los narcisistas ¿Se ha topado en su vida con seres narcisistas incapaces de reconocer su vanidad? ¿Ha analizado con que facilidad de verbo explican que su único deseo es aumentar sus conocimientos, y ejercer sus cualidades “divinas”? ¿Cómo convencer a quien supone tener razón en todo? ¿Le da temor provocar su fácil enojo, cuando le hace notar que no es el centro del universo?
Por supuesto la vanidad no “se cura” fácilmente, ni las confesiones religiosas; ni las terapias individuales o grupales dan resultado cuando en la esencia del vanidoso hay un amor desproporcionado hacia el mismo que les constriñe a vivir en en un mundo de fantasías desmedidas de éxito, poder y belleza. Si en su camino aparece un ser pretencioso que se admira y evalúa de manera excesiva, no le discuta, vénzalo con inteligencia y con la certeza de que sus aires de grandiosidad esconden una fuerte desconfianza e inseguridad.
[1] Yo soy el arquitecto de mi propio destino. Esto de la creación de un ser superior es una forma de incultura. [2] No me detengo en diferencias interpretativas entre las diversas versiones: católica o reformada cada cual con sus muy diversas subdivisiones. [3] Carnívoros, herbívoros, omnívoros, acuáticos, terrestres, aéreo-terrestres, domésticos, silvestres, de reespiración cutánea, branquial, traqueal o pulmonar. [4] Que los infractores empezaron a envejecer, dañaron la relación que tenían con Dios perdiendo la posibilidad de vivir para siempre con una salud perfecta (Génesis 3:19). (Romanos 6:23). Pagando las consecuencias de nuestros errores (Eclesiastés 8:9; Santiago 3:2).