DRINA ERGUETA (SemMéxico, La Paz, Bolivia). En los últimos años, los carismáticos barrios de la ciudad de La Paz se han ido modificando y perdiendo su esencia, su historia. Sus perfiles, cada vez más, se ven marcados por edificaciones que suman pisos en altura y son como falos en competencia porque, además de no tomar en cuenta la estética urbanística histórica del barrio, mantienen y remarcan esas diferencias de clase, étnicoculturales y, también, las de género.
Así, como hongos, los edificios aparecen de un año al otro y ocupan espacios como plagas de hormigón que ya han copado el centro, están destruyendo la belleza de Sopocachi, prácticamente han hecho desaparecer el carácter de Miraflores, han tomado por completo Calacoto, han convertido el apacible San Miguel en un bullicio y van trepando por los cerros, despreciando la belleza de estos espacios naturales que hacen que La Paz sea maravillosa. Pero, además, están destruyendo la vida de barrio.
Evidentemente, la ciudad crece, pero en Bolivia y en La Paz en concreto este crecimiento se hace al parecer sin normativas o con legislación a medida del cliente. Un ejemplo es la norma municipal que permitía, sin mayores requisitos, la construcción de edificios de 40 pisos en 10 barrios de la ciudad. La ordenanza actualmente se encuentra (hasta este lunes) en un cajón, quién sabe a la espera de ser aplicada calladamente. Debe ser anulada.
Existe un rechazo a mantener y cuidar la arquitectura del pasado con la idealización de lo moderno (sin nada que ver con la modernidad) y actual, que se refleja en edificaciones altas. Una ciudad con rascacielos es una ciudad más “civilizada” y “desarrollada”, más masculina y donde hay poder.
Esta supuesta civilización y desarrollo mantiene características históricas que no cambian, como es la diferenciación entre ricos y pobres. Los edificios se construyen, cuanto más lujoso mejor, en barrios de clase media alta y alta y para ese tipo de población. Tener un departamento en un edificio, cuanto más alto más estatus y si el inmueble tiene incorporado un gimnasio o una piscina mayor nivel.
¿En esos nuevos edificios y en las normativas que los permiten se incluye, por ejemplo, un control de la dimensión de las habitaciones y estancias destinadas a la servidumbre? Servidumbre que no acaba, siempre femenina, siempre indígena, además. ¿Aún siguen haciendo habitaciones del tamaño de ascensores para “mi cholita”? ¿Siguen distribuyéndose el escritorio con vistas para el hombre y en un rincón oscuro el cuarto de planchado para la mujer?
Claro que el uso del escritorio podría ser femenino, aunque no es lo usual, y entrar de vez en cuando el hombre a ese cuartito a planchar, así como entra de vez en cuanto a la cocina. De hecho, en los últimos años la cocina se ha popularizado entre los hombres. Algunos, con un curso de alfabetización culinaria que hicieron, ahora dicen que son chefs. Paralelamente, se ha popularizado también que las cocinas sean más abiertas al salón, que sean parte de la zona más pública al interior de la casa. Casualidades, dirán.
Por otra parte, los nuevos edificios, por la cantidad de viviendas que contienen, son como barrios enteros o pueblos pequeños, pero con las características, además de clasismo medio o alto, de uniformidad e individualidad. No son comunidades vecinales y no dan la oportunidad de que, como edificación, construya dicha comunidad. No hay espacios como plazas internas, sitios para gente mayor, para niños y niñas. Los cuidados, que podrían ser compartidos, se mantienen en privado y en responsabilidad de las mujeres. Podría haber espacios seguros contra la violencia machista.
Al hacer críticas o recomendaciones, se piensa en la inestabilidad del suelo, el colapso de la red de agua y alcantarillado, en la ampliación de las calles, en la infraestructura pública, en la sombra, no en la vida en comunidad ni en la inclusión de diversas clases sociales, de etnias y sus valores culturales, de medidas que garanticen una vida más plena para las mujeres y sin violencias.
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