Discutible, la idea de que México tenga un vicepresidente
JOSÉ ANTONIO ASPIROS VILLAGÓMEZ. A finales de abril, el Poder Ejecutivo Federal presentó al Congreso de la Unión una propuesta de reforma electoral que seguramente no prosperará, ya que necesita de una mayoría calificada de votos con la que no cuentan el gobernante Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) y sus aliados en las Cámaras. Ya les ocurrió con la reforma energética.
Por la misma razón, tampoco tendrían éxito las contrapropuestas hechas el 9 de mayo por el Partido Acción Nacional (PAN) y el 13 del mismo mes por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), pero nos ha llamado la atención esta última porque uno de los diez puntos que comprende, es para la creación del cargo de vicepresidente de la República.
¿Necesita México un vicepresidente? El PRI dice tácitamente que sí; la experiencia histórica podría indicar lo contrario. De todas maneras, la iniciativa en su conjunto no ha merecido hasta ahora comentarios políticos o mediáticos que hayan destacado.
De acuerdo con el coordinador de los diputados del PRI, Rubén Moreira, un vicepresidente atendería asuntos de política interior como un “acompañamiento directo al presidente”, quien “en México tiene la dualidad de ser jefe del Estado y jefe de gobierno”, lo cual “en la práctica (…) nos está confundiendo y genera desgraciadamente tensiones internacionales”.
El proyecto priista dice que el vicepresidente asistiría a las sesiones del Senado con voz pero sin voto, como en los sistemas parlamentarios, y sería electo en una fórmula con el aspirante presidencial, con la modalidad, además, de la segunda vuelta en los comicios en caso de no obtener alguna candidatura más de la mitad de los votos en la primera.
Otro argumento es que ese vicepresidente sería el reemplazo automático del presidente en caso de ausencia definitiva, “un tema -dijo Moreira- que en algún momento puede hacer crisis en México y las consecuencias serían terribles”.
Tal crisis podría ocurrir, por ejemplo, cuando el muy polarizado Congreso tuviera que constituirse en Colegio Electoral y ponerse de acuerdo para nombrar a un presidente interino o sustituto según las modalidades que fija el Artículo 84 de la Constitución, donde también se establece que entre tanto ejercería el cargo el secretario de Gobernación y se convocaría a nuevas elecciones cuando la ausencia fuera dentro de los dos primeros años del mandato.
En los casi dos siglos que tiene México de ser una república, varios presidentes dejaron el cargo antes de concluir, y el papel de los vicepresidentes, cuando los hubo, fue diverso, lo mismo que su destino político. De hecho, sólo hubo siete vicepresidentes en ese lapso y algunos se desempeñaron como tales más de una vez.
La Constitución de 1824 estableció en su artículo 75 que “Habrá también un vicepresidente, en quien recaerán, en caso de imposibilidad física o moral del presidente, todas las facultades y prerrogativas de éste”. Pero esa ley suprema resultó imperfecta porque dispuso que ocupara el cargo quien quedara en segundo lugar en las elecciones presidenciales (artículos 85 a 89), es decir, un adversario político, y ello trajo nefastas consecuencias.
Así, en 1827 el presidente liberal Guadalupe Victoria tuvo que enfrentar, con éxito, la rebelión del vicepresidente conservador Nicolás Bravo, y en 1829 el liberal Vicente Guerrero fue desplazado por el conservador Anastasio Bustamante, quien también se levantó en armas y tuvo éxito. Luego, entre 1833 y 1835 Valentín Gómez Farías relevó cuatro veces en sus ausencias a Antonio López de Santa Anna y al final fue desconocido por el Congreso y se asiló en Estados Unidos.
Durante la vigencia de la República Centralista, que a partir de 1837 gobernó al país con las llamadas Siete Leyes y luego con las Bases Orgánicas en lugar de la Constitución del 24, no existió el cargo de vicepresidente, pero quienes lo hubieran ocupado antes tenían opción de ser postulados para formar parte del Supremo Poder Conservador (artículo 11 de la Segunda Ley), que constaba de cinco personas y estaba pensado como ”guardián del orden constitucional”.
Según una de las varias fuentes consultadas para este artículo, en esa etapa que coincidió con las invasiones francesa y estadunidense a México, López de Santa Anna -ya perdida su pierna en una batalla- habría sido vicepresidente con Anastasio Bustamante en su segundo mandato, pero más bien -si nos atenemos a la versión de México a través de los siglos– cubrió un interinato mientras el presidente encabezaba una campaña militar.
Cuando ya parecía agotado el modelo centralista, fue restablecida la vicepresidencia y recayó otra vez en la persona de Nicolás Bravo, quien ocupó el Poder Ejecutivo en sustitución del presidente Mariano Paredes y Arrillaga cuando éste salió a combatir a los invasores estadunidenses.
Bravo sólo estuvo en funciones del 28 de julio al 4 de agosto de 1846, porque el general conservador Mariano Salas desconoció tanto al presidente como al vicepresidente, ocupó el poder, restableció la Constitución de 1824 para regresar al federalismo y el republicanismo, convocó a elecciones y en diciembre entregó el cargo al triunfador López de Santana, con Gómez Farías nuevamente en la vicepresidencia, cargo que después fue suprimido por el Congreso y reemplazado por el de presidente sustituto.
Una nueva Constitución, la del 5 de febrero de 1857, ya no consideró la figura de vicepresidente. Su artículo 75 dispuso depositar el Poder Ejecutivo “en un solo individuo”, y el artículo 79 ordenó que, en las “faltas temporales” o la “absoluta” del gobernante, lo supliera el presidente de la Suprema Corte de Justicia, gracias a lo cual, por cierto, en enero siguiente llegaría Benito Juárez a la Presidencia.
Ya no hubo más vicepresidentes en México durante el resto del siglo XIX. Ese cargo fue restablecido en 1904 por el presidente Porfirio Díaz, quien nombró para ejercerlo a Ramón Corral Verdugo hasta 1911, cuando el mandatario presentó su dimisión.
En su breve interinato de casi seis meses ese mismo año, Francisco León de la Barra tuvo como vicepresidente a Abraham González Casavantes, y luego José María Pino Suárez lo fue desde el 6 de noviembre de 1911 con el presidente Francisco I. Madero, hasta el asesinato de ambos el 19 de febrero de 1913.
Una nueva Constitución -la actual- fue promulgada el 5 de febrero de 1917 por el Primer Jefe Venustiano Carranza, y en su artículo 80 dispone: “Se deposita el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión en un solo individuo, que se denominará Presidente de los Estados Unidos Mexicanos».
En resumen, la vicepresidencia fue establecida en México en 1824 como una copia de la de Estados Unidos, fue suprimida por las Bases Constitucionales de 1836, repuesta en 1846 pero desaparecida otra vez al año siguiente mediante el Acta Constitutiva de Reformas, restaurada por la Reforma Constitucional de 1904 y anulada finalmente por la Constitución de 1917.
Así lo menciona en un artículo académico de 2019 el doctor en Ciencia Política Ariel Sribman Mittelman (www.scielo.org.mx), quien analiza la propuesta hecha una década antes por Max González Reyes -otro intelectual- para restaurar la vicepresidencia en México.
El autor examina lo ocurrido en este terreno durante el siglo XIX, concluye –con énfasis en el ejemplo de López de Santa Anna y sus enfrentamientos con Gómez Farías– que la figura de vicepresidente es causante de inestabilidad política, y repasa los casos de los muchos países de América latina donde hay ese cargo (en Chile no hay, en Nicaragua lo ocupa la esposa del propio mandatario y Cuba tiene seis) y a causa de ello en algunos han surgido conflictos. Existen muchos otros mecanismos para solventar la sucesión del presidente en caso necesario, advierte también.
Otros aspectos de las propuestas de reforma electoral presentadas por PAN, PRI o Morena, como la segunda vuelta y el voto electrónico, se apartan del tema que nos ocupó esta vez, aunque no deja de ser importante revisar -para no olvidar la experiencia histórica- cómo han sido elegidos los gobernantes en los 198 años que tiene México como república, pues no siempre fue el pueblo a través de las urnas, o no siempre fue respetado el sufragio, por muy “efectivo” que lo haya exigido Francisco I. Madero y se haya convertido en lema gubernamental.