SINGLADURA/ ¿Y ahora qué hacemos?

ROBERTO CIENFUEGOS J. @RoCienfuegos1

Ocurrió el domingo 15 de septiembre pasado, el mismo séptimo día de la semana cuando hace 110 años sucedió el encuentro en Palacio Nacional nada menos que de Pancho Villa y Emiliano Zapata, el primero bien conocido como el Centauro del Norte, el segundo, el recordado Atila del Sur. Este encuentro entre dos de los personajes más icónicos de la Revolución Mexicana adquirió pronto el perfil de imagen histórica gracias a la fotografía de Agustín Víctor Casasola, considerado un pionero del fotoperiodismo nacional.

Tuvieron que pasar 110 años, imagínese usted, para que un segundo encuentro de este tipo y características similares se registrara en Palacio Nacional. Aludo por supuesto a la presencia en el mismo sitio y también -curiosamente-  en día domingo, de las dos figuras sin duda más emblemáticas hoy de la política del país, – “ladies first” – la presidenta electa, Claudia Sheinbaum Pardo, y el presidente saliente Andrés Manuel López Obrador. La causa de esta coincidencia física en el Palacio presidencial, un recinto declarado en 1987 patrimonio de la humanidad, entre estos dos personajes fue la promulgación de la reforma al poder judicial federal, a cargo de López Obrador, y testimoniada con un disimulado júbilo si acaso por Sheinbaum Pardo.

Como hace 110 años durante el encuentro de Villa y Zapata, cuando se hizo la pregunta y ¿ahora qué hacemos? Este domingo 15 de septiembre, México entero se pregunta y ¿ahora qué hacemos? La misma interrogante, aunque en un ambiente donde las razones, hechos y circunstancias resultan profundamente diferentes. Cosa de la historia, dirán muchos. Azares insondables, opinarán otros. ¿Ahora qué hacemos? Retumba la duda nacional a propósito de la reforma al poder judicial recién publicada en el Diario Oficial de la Federación.

México entero, incluso los personajes más conspicuos de la Cuarta Transformación, y adherentes sin chistar, se están preguntando en estas horas singulares de la historia patria qué es lo que sigue, qué viene o qué ocurrirá en el país tras la reforma judicial promulgada el domingo 15 de septiembre cuando la presidenta entrante y el mandatario saliente coincidieron -¿una vez más?-  para formalizar la vigencia de este nuevo instrumento constitucional.

Se ha dicho muchísimo sobre las consecuencias, negativas hasta para algunos connotados jilgueros de la 4T, de esta reforma, con la que López Obrador -si no ocurre algo más- sellará su mandato casi sexenal. Recuérdese que cuando el primero de octubre próximo se vaya a su rancho en Palenque, según ha dicho tantas veces, -como el que pocas ganas tiene de irse que tantas veces se despide- la suma aritmética de su mandato sumará 64 y no 72 meses como antes. Esperemos.

Desconozco si en efecto, las repercusiones de esta reforma serán profundamente adversas para el país, aun y cuando tiendo a considerar que sí lo serán, pero prefiero más bien afiliarme al universo de los dubitativos, de los confusos y perplejos, si, perplejos. Aún y pese a todo, me sigo preguntando si López Obrador podría inscribirse en la retahíla de aquellos presidentes descritos en octubre de 2016 por Peña Nieto al señalar que “un presidente no creo que se levante, ni creo que se haya levantado pensando, y perdón que lo diga, cómo joder a México».

De allí las interrogantes que se plantean, con legítima razón y aún temor, sobre qué es lo que viene en México y por qué López Obrador insistió tanto en el ocaso de su mandato -que no de su poder- en esta reforma y al menos una veintena más que seguramente y pronto veremos procesar en el apéndice del poder ejecutivo, corrijo, en el poder legislativo. ¿Estará pensando en cómo joder a México? ¿Para qué? Sería la otra pregunta obligada. Desconozco si ese es el propósito.

Si usted, afable lector (a) me pregunta, tendría que responderle que no encuentro una respuesta adecuada para qué un presidente con el poder total que es consustancial hoy a López Obrador empujó una reforma cismática para México, y que ensombrece su propio legado y el que apenas iniciará en octubre. ¿Acaso pudo más el interés de ratificar el poder prácticamente absoluto con el que cierra su sexenio cojo? En el horizonte queda visto que no hay nadie ni nada y no lo habrá en los tiempos que siguen que pueda nublar u oponer cualquier resistencia al poder omnímodo construido por López Obrador con una paciencia y un empeño asombrosos a lo largo de varios lustros y cincelado con esmero especial a partir de diciembre de 2018.

Llama la atención de igual forma que a menos de dos semanas, contra viento y marea, a contrarreloj de su casi sexenio, haya acelerado a fondo para dejar servida la reforma judicial a la presidenta entrante.

Y llama aún más la determinación de negociar con presuntos delincuentes -¿habría que referir el apellido Yunes?- para concretar una reforma que coloca al país en ascuas y al menos obnubila el argumento de la diferencia con los políticos que lo antecedieron. Vuelvo a decir, todo indica que el eje de esta reforma lo encontramos en el poder. O aceptamos el argumento presidencial, según el cual “En política siempre hay que optar entre inconvenientes, es buscar el equilibrio entre la eficacia y los principios”.

Vienen ahora, es cierto, las letras chiquitas si quiere así llamarse a las leyes secundarias de esta reforma, un proceso que tendrá lugar ya durante los primeros seis-ocho meses del gobierno de Sheinbaum Pardo. Una vez más, sobresale la duda en torno a qué es lo que ocurrirá en esas nuevas normas constitucionales.

En tanto eso ocurre, los mexicanos, en su mayoría por lo menos, parece que nos acogemos al argumento más flexible o menos incómodo en momentos de incertidumbre: “aquí no pasa nada”. Esto mientras no toque a nuestra puerta alguno de los flagelos que agobian a muchos, los otros mexicanos.

@Rocienfuegos1

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