ROBERTO CIENFUEGOS J. Cada vez con mayor frecuencia se registran estallidos de cólera, ira o simple encabronamiento si usted prefiere, en el Metro de la Ciudad de México. La mayoría de estos episodios sobrevienen en las horas pico, ya por las mañanas, tardes o las noches incluso, al término de la faena diaria, extenuante y generalmente mal pagada e insuficiente para sufragar el diario devenir de la vida personal y, peor aún, si es familiar.
Le cuento uno de estos episodios que me tocó atestiguar antenoche en la Línea Tres, si, la verde, que avanza no siempre como debe entre Indios Verdes y Universidad. En medio de los tumultos en horas de la noche, donde abordar uno de los vagones del subterráneo predominantemente color naranja resulta casi una hazaña, y en ocasiones se hace preciso aguardar el paso de dos y hasta tres convoyes del Metro debido a la ausencia de un breve espacio, incluso en la parte última de los vagones -ese espacio donde presuntos varones, a considerar por su apariencia, se trenzan en desesperados e intermitentes intercambios amorosos- sobrevino la violencia.
Como en otros estallidos, aludo a los violentos, claro, el que presencié ocurrió entre dos pasajeros de mediana edad. Uno con una arracada, que agrandaba de manera inmisericorde el lóbulo de la oreja izquierda, zambutido en una estrecha casaca de franela y cabello hirsuto; el otro, de mayor masa corporal, tatuado entre los dedos y el cuello, con una barba desordenada y casi al garete y una mirada que proyectaba miedo, y desasosiego al mismo tiempo. De súbito, entre el amontonamiento de personas -los llaman pasajeros o usuarios, nuestras autoridades capitalinas- las palabras afloraron como estiletes en busca de causar el mayor daño exigible de semejantes dardos, punzantes, hirientes, pero también catárticos para una ira descomunal, capaz de lastimar, si no en la carne del adversario, dentro, muy dentro de él. El acre intercambio verbal, de una y otra parte sin tregua alguna posible y por supuesto con toda la intencionalidad de doblegar y aún obligar a la capitulación sellada por el silencio, se extendió por casi una estación. Había brotado con el más exiguo de los pretextos: un espacio mínimo para que un abrazo pudiera alargarse lo suficiente hasta estar en condiciones de asirse de algo que impidiera el desplome del usuario. Omito el vocabulario hiriente, salvaje y el preludio de algo que pudo resultar incluso fatal, como ya ha ocurrido en el metro de la Ciudad de México. Aunque hubo reiterados llamados a recuperar la calma y hacer del silencio la mejor alternativa en estos casos para impedir una escalada peligrosa y de resultados impredecibles, los dos señores usuarios recordaban para repetir el peor de su repertorio de gandallas, sí, los dos. Fuera del generoso y lépero léxico, el asunto se resolvió en sus confines. Uno se bajó del vagón, no sin antes por supuesto balbucear un reto final al cierre calculado de puertas.
Al punto reflexioné si los gobernantes de la Ciudad de México saben, están enterados o les interesa conocer estos repentinos capítulos de violencia entre usuarios que -repito- reflejan un estado de ánimo violento por diversos motivos y acicates, insatisfacciones y frustraciones. ¿Se atreverían nuestros gobernantes a abordar uno de estos vagones del metro en las horas pico de este sistema de transporte? Dudo que lo hagan, y mucho más que conozcan la forma en que viajan cada uno de sus días sus gobernados. Para los gobernantes, subir al metro es una oportunidad nunca desaprovechada de tomarse la foto, de parecer personas sencillas y aún idénticas a los que sufren cada día todo tipo de vejámenes en un sistema de transporte de quinta, así éste sea la columna vertebral del transporte de la Ciudad de México, tan rebasada, tan insuficiente y tan desbordada por un crecimiento infinito, imparable y muy peligroso.
@RoCienfuegos1