EDUARDO MERAZ. ¿Qué tan radical de izquierda puede ser quien vive en un palacio, que entre sus posesiones tiene un rancho y, además de querer pasar a la historia, su máxima aspiración es recibir doble pensión: la de adulto mayor y la alcanzada por sus servicios en el gobierno?
¿Se puede llamar radical quien asegura querer erradicar la corrupción, pero, en los hechos, es relativamente permisivo con estas prácticas cuando se trata de familiares y personas cercanas?
Tampoco se puede llamar radical de izquierda, quien con sus políticas de gobierno ha permitido a los ricos ser más ricos. Mucho menos cuando eso se ha traducido en el aumento de la pobreza en grandes núcleos de población.
El radicalismo, que implica nada de medianías, debería traducirse en acciones encaminadas a garantizar pruebas y vacunas gratuitas ante la pandemia, o la existencia suficiente y oportuna de medicamentos, en vez de obligar a la población a asumir deudas por obras cuya viabilidad se encuentra en entredicho.
Entender el radicalismo como sinónimo del desmantelamiento de instituciones, muchas de las cuales contaron en su diseño con el visto bueno del grupo político al que se pertenece, no sólo es manifestación de incongruencia, sino expresión de malevolencia.
Cuando las palabras no se corresponden con los hechos se miente. Y esa parece ser la divisa del presidente sin nombre y sin estatua, que esconde en la palabrería sus verdaderas intenciones absolutistas.
Por eso, con la sucesión adelantada en Morena y sus efectos y defectos en la conformación de grupos en su interior, la unidad monolítica del partido guinda corre el riesgo de entrar en un proceso de desmoronamiento y, por ende, pérdida de la confianza y aceptación social.
La inminente consulta para la revocación de mandato, será el catalizador a través del cual se irá decantando el peso específico del ejecutivo entre el morenismo. Servirá también para conocer si el “radicalismo” presidencial tiene posibilidades de sobrevivir o se irá extinguiendo conforme se acerque el final del sexenio.
En ese sentido, los resultados de dicha consulta marcarán el destino de la triada de reformas constitucionales programadas por el innombrable mandatario para la segunda mitad de su gestión, pues permitirá constatar si existe correspondencia entre popularidad y aprobación de la gestión morenista.
Aun cuando obtenga un amplio respaldo, se ve poco probable que el resultado sea vinculatorio, pues difícilmente alcanzará el 40 por ciento del padrón electoral lo cual, en sí mismo, reflejará la nueva correlación de fuerzas y, al mismo tiempo, el grado de desgaste de la actual administración.
Podemos anticipar que las reformas eléctrica, electoral y de la Guardia Nacional difícilmente se aprobarán sin cambiarle una coma; método radical que ya ha perdido la vigencia con la que se aplicó en buena medida en las iniciativas presentadas en los primeros tres años, cuyos resultados están muy lejos de lo prometido.
El radicalismo, promovido por el presidente sin nombre, es en realidad “chic”, “popof” -para usar la terminología contemporánea de los adultos mayores-, ese que no se atreve a tocar a los machuchones ni con el pétalo de una reforma fiscal.
He dicho.
EFECTO DOMINÓ
Reticente a seguir las recomendaciones de las autoridades de salud profesionales, el mandatario sin nombre contrajo, por segunda ocasión, Covid-19, lo cual demuestra que los remedios esotéricos y caseros carecen de efectividad para otorgar fuerza moral y evitar contagios.
@Edumermo