DULCE MARÍA SAURI RIANCHO* (SemMéxico, Mérida, Yucatán). ¿Se parecen PRI y Morena? Quienes consideran al movimiento creado y sostenido por el presidente López Obrador como una calca del pasado hace 50 años afirman con presteza que Morena es el viejo partido de la Revolución.
“Si camina como PRI, grazna como PRI: ¡es el PRI!”, expresan con contundencia. Curiosamente, este intento de descalificación de Morena parece ser mezcla de admiración y nostalgia por el tiempo de un partido único que, como remembranza del Ogro filantrópico de Octavio Paz, sostiene a un Estado fuerte y omnímodo. ¿Será Morena el relevo fresco de esa estructura política desgastada por el tiempo y el ejercicio del poder?
¿Tiene utilidad y sentido comparar al PRI de 1947 —por citar la fecha inicial de su tercera etapa— con Morena, más allá de recordarle al presidente de la república sus raíces políticas?
Considero que es necesario desarrollar el conocimiento de la historia política del país, de sus procesos de cambio, sus avances y retrocesos. Comparar ayuda a dilucidar diferencias y, sobre todo, a afrontar riesgos por un intento de traer el pasado al presente sin el menor asomo de crítica.
Comencemos por los orígenes. Sabido es que el Partido Nacional Revolucionario, abuelo del actual PRI, nació desde el poder, para resolver pacíficamente —esto es, sin la fuerza de las armas— la transmisión de la presidencia de la república y de las gubernaturas de los estados.
El momento fundacional del ahora PRI se origina en el asesinato de Álvaro Obregón, presidente electo, quien había participado en el proceso a pesar de transgredir el principio revolucionario de la no-reelección.
Una vez muerto Obregón, Plutarco Elías Calles pudo haber decidido mantenerse en la presidencia. Pero el costo hubiera sido muy alto: nuevos movimientos armados, violencia y retroceso de lo avanzado desde 1917.
Hábil como era, don Plutarco calculó que podía conservar el control sobre quienes habrían de sucederlo en la silla presidencial, manejarlos a su conveniencia, imponerles gabinete e incluso, ordenarles renunciar “si se les salían del huacal”.
Así lo hizo hasta que Lázaro Cárdenas, joven general revolucionario que había obtenido la candidatura con el apoyo de don Plutarco, al año y medio de su gobierno, en 1936, lo puso en un avión de la Fuerza Aérea Mexicana rumbo a los Estados Unidos, donde habría de permanecer casi hasta su muerte en 1945.
Por su parte, Morena surgió de la necesidad de Andrés Manuel López Obrador de disponer de su propia organización política, sin mediación ni negociación con otros grupos de la izquierda, integrantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Partido de un solo hombre, desde 2015 logró desarrollar una estrategia de confrontación, aprovechando hábilmente los errores y vicios de los partidos tradicionales.
Cuando se fue López Obrador del PRD lo siguieron grandes grupos de militantes perredistas que le brindaron base territorial a la nueva organización política, en especial en la Ciudad de México y Tabasco. Parece de Perogrullo, pero la presidencia la ganó López Obrador, sin una organización política estructurada. A diferencia del PNR, sostenido inicialmente por los gobernadores y las fuerzas armadas, Morena sigue siendo partido de un solo hombre que, además, tiene nombre y apellido.
En cambio, el PNR-PRM-PRI se basó en la figura presidencial, todo poderoso cuando ostentaba el poder y que al día siguiente de concluido su mandato, cesaba su influencia sobre cualquier determinación adoptada por su sucesor. Era una especie de “muerte súbita”, la que sufrían los presidentes de la república surgidos de las filas del PRI.
Esto nos lleva a preguntarnos qué pasará con Morena cuando concluya su gestión López Obrador. Al carecer de una estructura institucional suficientemente sólida para resistir la pérdida formal de su líder real, puede fragmentarse en grupos de influencia que graviten en torno a las y los gobernadores morenistas.
O bien, si triunfa Morena en el 2024, cabe la posibilidad de que su sucesor/a decida sacudirse su influencia al estilo de Cárdenas, enviándolo fuera del país. O quien lo sustituyese, presa de lealtad ciega, podría pretender actuar como intermediaria o agente de quien ya habrá concluido su mandato constitucional. Una costosa caricatura del Maximato de más de 90 años atrás.
Existe una enorme diferencia entre el PNR-PRM-PRI y el partido de López Obrador. Estriba en la vocación del partido de la Revolución como creador de instituciones. La formalización del ejercicio del poder en México, con normas y reglas en la administración pública; la separación de poderes, formalmente establecida, aunque poco aplicada hasta fechas recientes, previas a la llegada de López Obrador. Las políticas públicas diseñadas para responder a los grandes problemas nacionales. Y sobre todo, la vocación reformadora que siempre ha caracterizado al PRI, aun en las circunstancias más difíciles.
En cambio, el presidente López Obrador y su movimiento se han dedicado a destruir instituciones, a despojarlas de los recursos indispensables para cumplir sus funciones. No podemos soslayar la tragedia de la desaparición del Seguro Popular y su fallida sustitución por el INSABI (Instituto Nacional de Salud para el Bienestar).
La huella de la destrucción es profunda, sin justificar y menos informar del destino de las funciones que realizaban fideicomisos como Fonden, que canalizaba los recursos necesarios para afrontar emergencias por fenómenos naturales, como huracanes, terremotos, y otros eventos generadores de desastres.
Al igual que el PRI hasta 1988, Morena aparece con vocación hegemónica. Ese es el intento de restauración de un pasado que costó mucho esfuerzo transformar. Hasta ahora, Morena es mayoritario, en las Cámaras de Diputados y de Senadores; su presencia territorial se ha ampliado notablemente.
Pero todo parece descansar en la persona de López Obrador, en su voluntad y presencia. La cuarta etapa que pregona el presidente de la república y sus aliados políticos podría derivar en una situación parecida al periodo previo a la conformación del PNR: sin el “hombre fuerte”, sin estructuras institucionales sólidas, serán las fuerzas del territorio las que prevalezcan. ¿Bueno? ¿Malo? No lo sé. Pero sí diferente.
El Instituto Nacional Electoral (INE) es el seguro para evitar la imposición de la hegemonía que se prolonga en el tiempo al carecer de contrapesos. Por eso el INE estorba a Morena, a diferencia de la actitud del PRI que propició las circunstancias para ciudadanizar plenamente al órgano electoral, y garantizar su independencia y autonomía.
Por eso, preservar al INE es una lucha digna de comprometer la voluntad y los recursos de la sociedad en su defensa.
*Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán