“Los militares no comienzan las guerras. Los políticos comienzan las guerra”. William Westmoreland
MARCELA JIMÉNEZ AVENDAÑO (Save Democracy). Parafraseado al General Westmoreland, los procesos de militarización [1] y militarismo [2] de los que somos testigos en varios países de América Latina y el Caribe, e incluso en otras partes del planeta, no son responsabilidad de las Fuerzas Armadas, sino de algunos gobiernos, con tendencias autoritarias y populistas, en el ánimo de mostrar eficacia y control en un mundo que se percibe convulso e incierto.
Si bien, el escenario ideológico no es homogéneo, si lo son las tendencias hacia el militarismo que parecen generalizarse, tanto entre gobiernos autócratas de derecha como de izquierda, bajo el argumento de la incapacidad de las instituciones civiles en el cumplimiento de sus atribuciones o por el supuesto de corrupción o de ciertas amenazas en contextos específicos, dotándolos de cada vez mayor influencia en el control operativo, administrativo y de decisiones de gobierno exclusivas de las autoridades civiles que, en muchos de los casos, están prohibidas por sus propias legislaciones.
Es claro entonces que estos gobiernos están cediendo ilegalmente sus funciones de seguridad pública a las Fuerzas Armadas, cuya máxima es la de velar por la soberanía del Estado ante cualquier amenaza, generalmente externa. Sin embargo, ahora, su función está orientada hacia los enemigos internos ya sean del Estado o, peligrosamente, del presidente o grupo en el poder.
Incluso, esta grave situación ha sido recientemente evidenciada, para el caso de México, por las filtraciones del grupo de hackers autodenominado Guacamaya quien extrajo 6 terabytes de información interna y confidencial de la Secretaría de la Defensa mexicana y que hace público el espionaje realizado por las Fuerzas Armadas de ese país a periodistas, activistas y defensores de los derechos humanos considerados contrarios a su actual gobierno.
Y esto es respaldado por un buen porcentaje de los ciudadanos. Ante la incertidumbre que generan los recambios sistémicos en el liderazgo mundial y en el derecho y la seguridad internacional, así como las crisis medioambientales, comerciales, energéticas, económicas y de salud, la población no tiene reparo en aceptar la disminución de sus libertades y derechos a cambio de certezas. Esta administración del miedo como herramienta del populista autócrata se ha extendido y hecho de las Fuerzas Armadas su principal aliado.
La dialéctica es impecable. Ante la incertidumbre bajo la que hoy se mueve el mundo, el discurso y acción en torno al militarismo se traduce en una mejora de la imagen gubernamental y en réditos electorales, aunque la dotación de seguridad y de cumplimiento de la exigencia de eficacia se mantenga en la simple retórica.
Ejemplo de ello lo vemos nuevamente en México bajo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador cuya estrategia de militarización contra el crimen organizado -aunque iniciada dos sexenios anteriores-, no solo no ha dado buenos resultados, sino que ha empeorado drásticamente.
Pese a ello, los mexicanos respaldan mayoritariamente el cada vez más amplio despliegue territorial e institucional de sus Fuerzas Armadas en ámbitos de operación exclusivos de las fuerzas civiles que van, desde el control de la seguridad pública pasando por la vigilancia y administración de aduanas, puertos y aeropuertos, hasta la construcción de las mega obras de infraestructura emblemas de ese gobierno, al punto de llegar a considerar la posibilidad de impulsar un mando militar en la arena electoral, aunque esto último sea prohibido constitucionalmente como sucede en la mayoría de los países latinoamericanos.
De igual forma se han presentado hechos similares de ocupación de las fuerzas militares en acciones de seguridad pública en Colombia, Chile, Bolivia, Ecuador, Honduras, Guatemala, ya sea para reprimir protestas pacíficas o para garantizar los toques de queda y estados de excepción constitucional promulgados como consecuencia de la pandemia del Covid-19 o, como en el caso de El Salvador, por su “guerra contra las pandillas”, o para enfrenar al crimen organizado. Pero también han sido usados por las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua para garantizar sus reelecciones indefinidas, intentona que ha pretendido seguir Bolsonaro en Brasil al usar al Ejército para intimidar a los otros Poderes de la República y a las instituciones electorales en un claro esfuerzo por mantenerse en el poder y deslegitimar los resultados del proceso electoral en curso.
Los escenarios a futuro de estas acciones se antojan catastróficos
Regresar a las fuerzas castrenses a sus cuarteles, disminuir las concesiones hechas, el poder y los espacios cedidos y el gasto público asignado no será labor fácil. Este retroceso regional requiere acciones inmediatas y consensuadas de todas las fuerzas políticas, económicas, sociales y de los medios de comunicación de cada país para detener el quebranto legal y redefinir la misión de las Fuerzas Armadas, los límites de su poder político y económico y sus ámbitos de acción para evitar se conviertan, cada vez más, en instrumentos de contentillo de los gobernantes en turno o en una amenaza más para el sistema democrático y los límites republicanos.