SOFÍA CARVAJAL*
Las tragedias ocurridas recientemente en Michoacán, donde minas explosivas cobraron la vida de campesinos y elementos del Ejército, revela una realidad alarmante: el crimen organizado impone su ley mientras el Estado mexicano permanece inmóvil.
La colocación de artefactos explosivos en zonas rurales desafortunadamente no es un fenómeno nuevo, es una escalada de violencia que convierte al país en un escenario de guerra no declarada, donde la población civil es la principal víctima.
El uso de minas artesanales, muchas de ellas construidas con materiales caseros pero con efectos devastadores, ha sido denunciado desde hace más de dos años por organizaciones civiles y medios de comunicación. Sin embargo, la respuesta gubernamental ha sido prácticamente inexistente. Las autoridades no han identificado públicamente a los responsables, no hay detenidos, y no se ha desplegado una estrategia clara para evitar que estos hechos se repitan. La impunidad no solo es evidente: es estructural.
El artículo 1° constitucional garantiza el derecho a la vida y a la integridad personal, por su parte el artículo 21 obliga al Estado a garantizar la seguridad pública y, sin embargo, en lugares como Tierra Caliente, la ciudadanía vive bajo el terror permanente de un conflicto en el que el gobierno parece haber cedido el control territorial a los grupos criminales. Si el Estado no puede —o no quiere— garantizar que un campesino pueda caminar por su tierra sin morir, entonces ha fracasado en su función más elemental.
El silencio institucional ante esta tragedia es tan perturbador como los hechos mismos. Las declaraciones oficiales han sido escuetas y evasivas. No se ha ofrecido información clara sobre las víctimas, ni sobre las acciones de investigación o sobre las medidas de prevención. Incluso las Fuerzas Armadas, afectadas directamente por esta violencia, han sido utilizadas más como símbolo político que como actores con respaldo real para actuar de forma efectiva.
Este vacío de autoridad deja un mensaje devastador: que en ciertas regiones del país, manda el crimen, que la vida de los civiles es prescindible, que los soldados son enviados a enfrentar una guerra con las manos atadas y que no habrá consecuencias para los responsables.
Lo que sucede en Michoacán no debe entenderse como un hecho aislado, sino como un síntoma de la descomposición institucional. Urge una política de seguridad que combine inteligencia operativa, presencia permanente del Estado, atención a víctimas y —sobre todo— justicia. Mientras las minas sigan cobrando vidas impunemente, no hay discurso que alcance para sostener la legitimidad de un gobierno ausente e ineficaz.
*Abogada por la UNAM, Secretaría de Asuntos Internacionales del CEN del PRI; Secretaría Ejecutiva de la COPPPAL; Diputada Federal del PRI por la LXV Legislatura y Ex Presidenta del Grupo Geopolítico de América Latina y del Caribe de la Unión Interparlamentaria.
Artículo publicado en la edición del sábado 26 de abril de El Sol de México