DAVID MARTÍN DEL CAMPO
SemMéxico, Ciudad de México. Bellas de día y de noche. Divas por divinas, diríase angelicales, aunque no siempre intérpretes de ópera a lo María Callas o Filippa Giordano. La voz de Silvia era ligeramente ronca y no se le reconocen, precisamente, escenas de mezzosoprano.
Decíamos que adorables porque en ellas habita la belleza clásica de las efigies que habitan en muchos museos romanos, por decir lo menos. Sólo que, de los escenarios operísticos, del mármol y los lienzos, saltaron a las pantallas cinematográficas en los inicios del siglo pasado, y el paradigma varió. Con el invento de Lummiere las divas fueron, materialmente nuestras y a la mano… hablaban, bailaban, besaban en close up. Gritaban y se desnudaban, descendían corriendo las escaleras. Eran nuestras en blanco y negro, luego a todo color y en cinemascope. ¿Qué más podía pedirse?
Despiertas, dormidas; iracundas o carcajientas, las divas son simplemente adorables y se les perdona todo. Divorcios y borracheras, exabruptos y tropezones, que fumen o no, escapadas anónimas con el productor en turno… al fin que nadie vio; que para eso estaban los pasquines de escándalo.
Ha sido el caso de Elizabeth Taylor y sus ocho matrimonios, Brigitte Bardot (la famosa “bomba BB”) y sus desnudos a la menor provocación, Catherine Deneuve (con todo y su capítulo Mastroianni), la infantil y encantadora Marisol (Pepa Flores), que luego se afilió al Partido Comunista de España, Ava Gardner y los revolcones en la plaza con el matador Luis Dominguín, ya no se diga Gina Lollobrígida y sus devaneos con Fidel Castro.
Silvia Pinal, en una reciente aparición, se quejaba ante el entrevistador televisivo… “¿me pregunta de amor y experiencia romántica? Por Dios, eso ya es humo. Vengo de cuatro largos matrimonios, ahora tengo otros problemas…”, porque la Pinal casó, recordemos, con el productor Rafael Banquells, con el cineasta Gustavo Alatriste, con el cantante Enrique Guzmán y con el político Tulio Hernández (PRI) que la hizo primera dama del estado de Tlaxcala. Y a mucha honra.
Algo aprendería pues después se desempeñaría como diputada y senadora, con no tan malos desempeños. Y es que la política y la belleza, el poder y la fascinación erótica, nunca han estado distantes. Recuérdese, si no, los arrebatos que han tenido los poderosos John F. Kennedy con Marylin Monroe (léase de Jed Mercurio, “Un adúltero americano”), Nicolás Sarcozy con Carla Bruni, Mao-Tse Tung con la juvenil actriz Jian Qing (la temible Madame Mao de la “revolución cultural”), Juan Domingo Perón con Evita, José López Portillo con Sasha Montenegro, Miguel Alemán Velasco con la Miss Universo, Christian Martel (Magnani), ya no se diga Enrique Peña Nieto con Angélica Rivera (la “Gaviota”).
Silvia Pinal hizo lo que quiso con su porte y su belleza, y a mucha honra. Me recuerdo cuando alguna vez, en los años ochenta, acudí a entrevistarla y, la verdad, quedé como turulato ante su presencia. Tartamudeaba al preguntar… pobre de mí. Y es que la Pinal habitó siempre en las antípodas de la otra diva mexicana, María Félix, por cierto, que ambas sonorenses, como Obregón, como Colosio.
Silvia era cálida, María gélida; una simpática y risueña a la menor provocación, la otra arrogante y jactanciosa. Ya lo decíamos, una bailando rockanrol con Enrique Guzmán, la otra recogiendo conchitas en la paya con Agustín Lara la noche de su luna de miel. Cada quien.
Se ha dicho hasta el cansancio. La revelación histriónica de Silvia Pinal ocurrió cuando hizo mancuerna con Luis Buñuel, el genio surrealista. Sus películas eran de escándalo y bostezo, decían, porque el realizador venía de la escuela de Salvador Dalí y Federico García Lorca. Hacer locuras que parezcan verdades (la realidad es insoportable, ¿no?), y así las películas de Buñuel con la Pinal… “Viridiana”, “El ángel exterminador” y “Simón del desierto”, fueron la sublimación actoral de nuestra diva, de la que el rústico aragonés, seguramente anduvo medio enamoradillo.
Silvia Pinal era todo. Coqueta, generosa, lista (más que lista), amorosa con sus hijos y transparente. Con ella hemos perdido a la última diva del cine de oro mexicano. ¿Quién no recuerda a Dolores del Río y María Douglas, Katy Jurado y Ninón Sevilla (aunque cubana), Mari Cruz Olivier y Lilia Prado, Isela Vega y Sasha (aunque argentina), Julissa, Tongolele (nacida en Spokane, EU), ¿Angélica María, Salma Hayek, Verónica Castro, Maribel Guardia? O sus contrapartes de carcajada y despecho; Florinda Meza (la Chimoltrufia), Vitola (Famie Kaufman), o la india María.
Divas y señoronas de la pantalla, qué fácil decirlo, cuando que se han robado millones y más millones de suspiros, equivalentes a la deuda de Pemex. Han sido parte fundamental de la educación sentimental a la mexicana. Son las dueñas de nuestros sueños, nuestras conversaciones y, ¿por qué no?, también de nuestras perversiones. La belleza existe, quiérase que no, y con ellas queda redimido el mestizaje nacional.
La última neumonía se llevó a Silvia Pinal. La recordaremos siempre como el demonio provocador en la cinta “Simón del desierto”, nosotros queriendo ser el estilita trepado en su columna de renuncia y castidad –con los trapos de Enrique Rambal–, tentados a descender y entregarnos a los pecados de la carne, el poder y los programas de Bienestar Social. Ah, Silvia, qué tentación.