DULCE MARÍA SAURI RIANCHO*
SemMéxico, Mérida, Yucatán. “Le han disparado a Colosio. Está muy grave”. Lapidaria frase que surgió de una llamada telefónica realizada desde Tijuana, por Valerio Buenfil, joven excolaborador recién integrado al equipo de campaña del candidato presidencial.
Era el atardecer del miércoles 23 de marzo de 1994. Un angustioso silencio se apoderó del grupo de amigos que nos habíamos reunido en una comida fraternal después de los agitados tiempos del final de mi gobierno.
Agolpados en torno al televisor, seguimos paso a paso las inquietantes noticias que culminaron con el anuncio formal del fallecimiento de nuestro amigo. Sí, le podíamos llamar de esa manera. Bien fuera por haberlo conocido como funcionario de la secretaría de Programación y Presupuesto, o por haber compartido —como era mi caso— el CEN del PRI, el Senado y la Cámara de Diputados.
Colosio era mucho más que el candidato presidencial del PRI era representante de una generación con una visión distinta sobre el cambio democrático y el ejercicio del poder en México.
Su candidatura se fraguó en la lucha partidista: ganó sus elecciones como diputado y senador, fue electo presidente del CEN del PRI en diciembre de 1988, cuando el partido casi único había perdido un buen número de diputaciones federales y, por vez primera, llegaban cuatro opositores al Senado.
La respuesta a esta situación de desaliento que imperaba entonces en las bases del partido fue la realización de la XIV Asamblea nacional en septiembre de 1990, cuando el PRI se redefinió como un partido de sectores (CNC, CTM, Popular) y de ciudadanos. Subrayo la palabra porque fue una verdadera revolución interna, el inicio de una nueva perspectiva para hacer política, no solo dentro del partido sino en el mismo sistema, urgido de reformas que atendieran las nuevas demandas ciudadanas.
Después, como secretario de la recién formada secretaría de Desarrollo Social, Colosio recorrió el país impulsando la participación social en la planeación y ejecución de la obra pública a través de los comités de Solidaridad.
Eran los vecinos quienes decidían la obra a realizar, definían al contratista y vigilaban cuidadosamente su desempeño. Se reconocía la dignidad de cada una/o de los participantes, su capacidad de tomar decisiones sobre su destino.
En el lenguaje actual, ciudadanía “empoderada”, enorme diferencia con la búsqueda actual de clientela política subordinada al gobierno que le da dinero. Por eso, cuando el 6 de marzo de 1994, en su discurso frente al Monumento a la Revolución de la Ciudad de México, Colosio llamó a la “Reforma del Poder”, las coordenadas ciudadanas de su visión ya estaban establecidas.
¿Qué significaba reformar el poder en 1994? Descansaba la propuesta en el fortalecimiento de la división y el equilibrio de los tres poderes del Estado —legislativo, ejecutivo y judicial—, de sus capacidades para que ninguno de ellos prevaleciera sobre los otros dos, como había sucedido con la figura presidencial, que controlaba y se imponía sobre las cámaras de Diputados y Senadores y sobre la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Pero antes había que resolver una cuestión fundamental, que tenía relación con los procesos electorales. Colosio conocía la importancia de impulsar las transformaciones desde “adentro”, que en aquellos años estaba representado por el PRI hegemónico. Como su presidente y senador de la república, impulsó la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) y la nueva conformación del órgano electoral, dejando fuera al gobierno de la organización de las elecciones.
En 1994 iba a ser utilizada por primera ocasión la credencial con fotografía en una elección federal (Yucatán la utilizó en noviembre de 1993), expedida para millones de ciudadano/as. Un buen padrón electoral era el primer paso para brindar certidumbre a la ciudadanía y a los partidos políticos opositores al gobierno.
Despojar al PRI del poder meta-constitucional (más allá de la Constitución) de organizar las elecciones a través del gobierno representó una tarea mayúscula porque fueron las y los legisladores priistas quienes votaron para renunciar a una serie de ventajas indebidas que tendrían que desparecer en la nueva etapa del proceso democrático.
Quiero pensar que las determinaciones de quien habría de sucederlo en la candidatura, Ernesto Zedillo, y luego en la presidencia, estuvieron inspiradas en ese compromiso expresado por Colosio el 6 de marzo.
La profunda reforma político-electoral de 1996 tiene ese sello: autonomía y ciudadanización plena del IFE, financiamiento público a los partidos políticos, acceso a los medios de comunicación; determinaciones todas encaminadas a garantizar la equidad en las contiendas electorales. Afirmación semejante puedo hacer en el caso del poder Judicial, que sufrió una profunda transformación en enero de 1995, para abrir en los hechos una etapa de plena independencia que el actual gobierno lopezobradorista pretende cerrar.
No tengo duda: Colosio iba a iniciar el desmantelamiento del enorme poder concentrado en la presidencia de la república. Su sensibilidad y conocimiento del sistema político mexicano le permitían detectar el carácter inevitable de estas medidas, si se trataba de una verdadera reforma del poder.
Después de su sacrificio, la inercia democrática del nuevo marco electoral propició la alternancia en la presidencia de la república por primera vez en el 2000. Tres años antes, en 1997, el PRI perdió su mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, dando paso a un periodo de 21 años en que ningún partido político predominó por sí mismo. Aun conservando su enorme poder, el presidente de la república tuvo que negociar con sus opositores presupuestos, nuevas leyes y sus reformas.
El restablecimiento de la mayoría absoluta en las cámaras de Diputados y en el Senado en 2018 creó las condiciones para retroceder al concentrar, como antes, la mayoría absoluta en Morena y sus aliados políticos. Sumada esta situación al compromiso del presidente López Obrador con el pasado autoritario del que provenimos, se creó el “caldo” perfecto para un retroceso democrático.
Si tres décadas atrás, acelerar el paso hacia la democracia exigía órganos independientes y autónomos en materia electoral, las y los demócratas de ahora requerimos vencer en un doble frente de batalla. Por una parte, detener la destrucción de las instituciones que garantizan nuestra frágil democracia y la transparencia que lleva asociada. Por otra, asumir que reformar el Poder en la tercera década del siglo XXI demanda compartirlo entre el Estado y la Sociedad, lo que significa un profundo compromiso con el impulso a la participación ciudadana en todas las instancias de la vida pública.
Sigue pendiente la tarea de desmantelar el presidencialismo, pero ahora no basta con el traspaso de sus funciones a los otros dos poderes. Se requiere, además, abrir paso a nuevos actores: órganos autónomos, agrupaciones, ciudadanos, todos comprometidos con la causa común de gestar una convivencia pacífica en medio de la diversidad. Es la manera de honrar a Colosio, aquí y ahora, en la próxima elección
*Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán