GREGORIO ORTEGA MOLINA
*Durante las semanas que restan a las campañas políticas, y posiblemente también después, las muertes violentas continuarán, sobre todo ocultas detrás de los abrazos y de ese abierto deseo de continuar como único huésped de Palacio Nacional. Ahora la muerte no necesita permiso, y los recuerdos del porvenir son el día a día en la lucha por el poder, por imponer el no proyecto de país
Ahora se entiende la necesidad política de enlodar el recuerdo de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Montarle encima la figura de Mario Aburto, del supuesto segundo tirador y, como corolario, la presencia del rescatista de lujo, Genaro García Luna.
Manuel Andrés López Obrador ha permitido que todo lo confundan, o él mismo se esfuerza por confundir a los electores para enrarecer el clima electoral y su resultado. Por lo pronto -es necesario aclararlo- en 1994 no hubo uno sino dos magnicidios, pues así de importantes para la vida nacional fueron el candidato presidencial del PRI y José Francisco Ruiz Massieu.
Los ejecutados de hace 30 años de ninguna manera son más importantes que los candidatos a puesto de elección popular asesinados durante estas semanas. Dos no son mucho más que 33 fallecidos hasta el 5 de abril, en el umbral del debate electoral. Pura faramalla, porque deben incluirse los crímenes sociales, los que destruyen honras, prestigios, por verdades y por infundios. Equiparar corrupción monetaria a borrachera es imposible.
La novela de la Revolución y otras narraciones casi históricas, recogen para el imaginario colectivo lo que realmente nos sucede como patria, lo que se anticipa como nación. Edmundo Valadés da buena cuenta de ello en La muerte tiene permiso. Las balas tienen destinatario, e identifican a quienes las recibirán muy por encima de los abrazos.
También están los otros decesos, que son producto de la corrupción, en ese desenfreno garantizado por la impunidad que advierte: si después se descarrila, ya no es nuestro pedo. ¿Dónde la autoridad, vigilancia y conocimientos técnicos del general secretario Crescencio Sandoval?, cuya figura se confunde con la de Francisco Rojas, de Los recuerdos del porvenir, vemos diluirse los tornillos, pernos y balasto en la irresponsabilidad de quien está interesado en engañar al primer jefe, y resulta timado él mismo.
De la misma manera que se descuida la seguridad de los candidatos a puestos de elección popular, se abandona la certeza de que los usuarios del tren maya llegarán a su destino en tiempo y seguros, o se olvida la necesaria obligación de cumplir con un mandato constitucional.
Durante las semanas que restan a las campañas políticas, y posiblemente también después, las muertes violentas continuarán, sobre todo ocultas detrás de los abrazos y de ese abierto deseo de continuar como único huésped de Palacio Nacional. Ahora la muerte no necesita permiso, y los recuerdos del porvenir son el día a día en la lucha por el poder, por imponer el no proyecto de país.
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