*“…sin Orteguita seguramente que mis ediciones de cien ejemplares habrían desaparecido. (A vil precio pude comprar mis libros en los puestos del Volador, avalorados con mis grandes dedicatorias a los ilustres personajes que allí los habían mandado). Sin Orteguita seguramente me habría incorporado con esos ilustres escritores fracasados que se acalambran de los triunfos ajenos y exaltan a las nulidades”
Para Alejandro Ortega Molina y sus hijas Alejandra, Patricia y María Fernanda Ortega Sistach y sus nietas y nieto
GREGORIO ORTEGA MOLINA. Los políticos en particular y los seres humanos en general, gustan de tergiversar el sentido y valor original de las palabras, para eludir consecuencias de sus dichos y acomodar sus conciencias.
La importancia de la lectura de Los apóstatas está en que Gonzalo Celorio nos confronta con un hecho fundamental: la confusión entre lealtad y legalidad. Ser leal -en los trámites de la vida- casi nunca puede equipararse a cumplir con la ley. Su observancia, además de ser norma de convivencia, adquiere valor ético y moral.
La disyuntiva es inevitable si se es un ser humano cabal: denunciar al amigo, al hermano, y perder sus afectos por siempre, o callarse y devenir cómplice y garante de impunidad. En todo el mundo hay crímenes -de cualquier tipo- impunes, debido a la lealtad, aunque en el podio conceden a los mexicanos la medalla de oro. La impunidad es la reina de las pruebas de que lealtad y complicidad existen.
Está la otra vertiente: al regresar las aguas a su cauce y pasados los escándalos y los escarmientos, entre seres humanos honorables la leal amistad se refrenda y fortalece.
Hay ejemplos de que así puede suceder en la vida, como ocurrió al periodista Gregorio Ortega Hernández. En sus apuntes y notas (edición del FCE, tres tomos), el doctor Mariano Azuela anotó -es larga la cita, pero sin ella no se explica mi denuncia- “Orteguita el estudiante era compañero de mis hijos en preparatoria. Por ellos tuvo la ocasión de leer mis novelas que seguramente le causaron buena impresión, porque apenas comenzó a escribir en los periódicos no perdió cuanta oportunidad se presentaba para hacer alusiones a mis obras, con la natural irritación de escritores e ilustres lectores para quienes el nombre de un tal Azuela les era absolutamente desconocido. Pero un día Orteguita publicó una entrevista literaria en la que Rafael López dijo <<Los de abajo es lo mejor que en materia de novela se ha publicado de diez años a la fecha>>. Me dio un brinco el corazón, exactamente lo mismo que cerca de cuarenta años antes, mi maestro Victoriano Salado Álvarez dijo: <<En Mariano Azuela hay madera de novelista>>. Y así como entonces, en un instante de clarividencia, exclamé ¡estoy perdido!, ahora repetí la misma exclamación. (No creo que ni entonces ni ahora nadie haya perdido algo: ni mis clientes de 1900 y pico, ni los clásicos de todos los tiempos. Entonces me puse a escribir y ahora sigo escribiendo.)
“Y bien, no me equivoqué. Antes de un mes, Francisco Monterde escribió en el diario más leído en México: <<El que busque un reflejo fiel de la hoguera de nuestras últimas revoluciones tiene que acudir a Mariano Azuela, que es uno de los novelistas dignos de conocerse>>. Hubo una polémica, se repitió muchas veces mi nombre, los escritores a quienes había enviado por correo certificado todas mis novelas a medida de su aparición, confesaron no haber conocido nunca y aun desconocer mi nombre. Lo que era verdad. El inquieto Orteguita aprovechó el incidente y con la mayor habilidad consiguió que el director de El Universal Ilustrado publicara Los de abajo, anunciada a platillos y tambora. Hizo una entrevista conmigo y toda la prensa habló de mí.
“No sé lo que habría quedado de esta boruca si Orteguita no se lleva a España en su maleta treinta de los cincuenta ejemplares con que la Editorial de El Universal Ilustrado me pagó la edición. Ello fue que cuando creí que mi nombre era bien conocido y había interés por mis libros, llevé al editor Botas cinco ejemplares de Mala yerba para su venta. Volví un mes más tarde a esa librería, seguro de que me compraría toda la edición. Pero en vez de eso me devolvió tres ejemplares que ya no se habían podido vender.
“Un artículo de Enrique Díaz-Canedo en España aseguró la edición española y otro de Giménez Caballero su éxito definitivo. Desde entonces Los de abajo pudo caminar solo.
“Por tanto, sin Orteguita seguramente que mis ediciones de cien ejemplares habrían desaparecido. (A vil precio pude comprar mis libros en los puestos del Volador, avalorados con mis grandes dedicatorias a los ilustres personajes que allí los habían mandado). Sin Orteguita seguramente me habría incorporado con esos ilustres escritores fracasados que se acalambran de los triunfos ajenos y exaltan a las nulidades. Todos somos humanos y por humanos todos merecemos compasión”.
Lo anterior, leído hace 40 años, sumado a las opiniones (a mí referidas) de Julio Scherer García, Hero Rodríguez Toro y Humberto Musacchio, entre otros, motivan la necesidad de concitar voluntades para que se investigue y redacte la biografía de Orteguita, con todos sus asegunes.
José Manuel Cuéllar Moreno, respetado maestro en filosofía, investigador y novelista, se muestra interesado; tanto él como yo convocamos a Alejandro Ortega Molina para saber si tiene la suficiente estatura moral, el necesario amor filial y la suficiente humildad para -como lo hizo su padre con Los de abajo– favorecer la investigación y aporte el archivo en su poder, y así esté en posibilidad de dejar en el pasado esa amarga discusión suscitada con motivo de la destrucción total del Renault Florida en la carretera a Avándaro. ¿Recordará lo que dijo a su progenitor? ¿Estará capacitado anímicamente para hacerlo, o le dará el tiro de gracia?
De no reconciliarse con su conciencia, a 41 años de distancia (Orteguita falleció en 1981) el hijo de Orteguita se convertirá en el instrumento de la muerte definitiva -debida a la desaparición de la memoria profesional y humana de Gregorio Ortega Hernández- de ese enorme periodista mexicano que merece ser recordado y estudiado.
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