GREGORIO ORTEGA MOLINA
*¿Estamos dispuestos a asumir, en su plenitud, las consecuencias del nuevo mundo anunciado en los juegos olímpicos de París? ¿Se pondrán al día los paradigmas religiosos, si no para adaptarse, sí para comprender, explicar y tolerar? Sólo hay 88 años de distancia entre Berlín y París
Lejos de los reclamos o protestas de los mojigatos y considerados ofendidos, es preciso reconocer que lo que apreciamos, vimos, disfrutamos durante los días de los juegos olímpicos de París, nos da la dimensión del cambio de cultura, de la modificación profunda de los paradigmas éticos, morales y políticos de la civilización de Occidente.
Quizá resulte un exceso superponer las imágenes de lo sucedido hace 88 años en Berlín, con los rostros de los jerarcas nazis, la sonrisa de Jesse Owens, y lo sucedido en el ring, la imagen de Imane Khelif, o lo acontecido a orillas del Sena apenas ayer, y el pebetero transformado en globo aerostático. Es un despliegue de audacia, en ambos casos, y el escaparate para publicitar el anuncio de cómo se usarían los resentimientos, aunque quizá esos rencores ahora afloraron anticipadamente, con los migrantes, la invasión Rusa a Ucrania y la guerra religiosa encabezada por los israelitas, que incluso hoy se comportan como hebreos en el deseo de establecerse en una Tierra Prometida que dejó de ser de su exclusiva propiedad hace eternidades.
Hace decenios -como ocurrió durante su origen- a los rostros de Yahvé y Alá los cubrieron de máscaras de guerra, con el propósito de modificar el cambio de actitud de sus fieles, simpatizantes y adeptos. Si regresamos a los olímpicos de París y revisamos los rostros de algunos deportistas, si repasamos sus actitudes, lo primero que notamos es la ausencia de empatía, y el deseo de comportarse como guerreros en el campo de batalla.
La parodia de la Ultima Cena de acuerdo a Leonardo da Vinci, el desfile de modas escenificado por transexuales, la presencia de deportistas que decidieron mostrarse tal como son y asumieron su transexualidad, sólo son las apariencia de la verdadera transformación del comportamiento humano, de lo que nos anuncia una civilización inestable y guerrera, tal como lo hicieron los nazis en Berlín, exhibidos envueltos en la arquitectura de Albert Speer. El resultado fue pavoroso, tan agraviante y efímero (en términos de la cuenta larga) como el gulag y el éxito de las chimeneas de los hornos crematorios ocultos tras esos edificios de lo que poco o nada queda.
¿Estamos dispuestos a asumir, en su plenitud, las consecuencias del nuevo mundo anunciado en los juegos olímpicos de París? ¿Se pondrán al día los paradigmas religiosos, si no para adaptarse, sí para comprender, explicar y tolerar? Sólo hay 88 años de distancia entre Berlín y París.
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