LA COSTUMBRE DEL PODER/ Amargura del poder

*No se trata de convertirse en truhan, sino de establecer las normas de socializar entre los que dicen observar el cumplimiento de las leyes y la Constitución, y los que se sirven de ellas para delinquir. Eso les produce una profunda amargura

GREGORIO ORTEGA MOLINA. Sensatez y cordura en el ejercicio del poder son dos prendas raras. ¿Por qué Churchill necesitaba ponerse entre pecho y espalda tanto wiski? ¿Será que Stalin únicamente estaba satisfecho cuando tenía la certeza del sufrimiento de sus gobernados? ¿Habría soportado Hitler la responsabilidad del genocidio sin la adulación?

Imposible saber qué motiva en su fuero interno, en su percepción del mundo y del futuro, a quienes ejercen el oficio de mandar sobre naciones, o se imponen sobre otras patrias, y sus decisiones determinan que la vida de los gobernados sea de una u otra manera. Alejandro de Macedonia, Julio César, Claudio, Tiberio, no fueron tan diferentes a los que muchos años después determinaron la vida en el mundo. Capri y el Kremlin o la Casa Blanca sólo difieren en el número de muertes, pero las consecuencias tienen un mismo origen: las decisiones que determinan que el poder se convierta en cámara de tortura para quien lo ejerce. La era nuclear inicia porque Harry S. Truman consideró necesario acabar con el horror de la guerra.

Los niveles de amargura están determinados por los resultados de quienes deciden qué hacer y por como proceden quienes han de instrumentar lo que, para bien o para mal, transformará la vida de millones de personas. Es en este contexto que puede o debe suponerse que Joseph Stalin vivió en su reducto del Kremlin dentro de su muy personal Gulag, lo mismo que Adolfo Hitler logró convertir el nido del águila y su oficina en su propio campo de concentración. Siempre intuyó que el genocidio era insuficiente, como insaciables son los requerimientos de los gobernados para sentirse seres humanos.

Las contradicciones en el proceder de quienes gobiernan son apabullantes. Pronto se dan cuenta de que la delincuencia organizada (en todas sus ramificaciones) no se combate, y si se quiere lograr un mínimo de paz social, ha de administrarse con eficacia. Tarde se dan cuenta de que los delincuentes cogobiernan, por el enorme peso en la economía del dinero que ellos producen y mueven. La riqueza negra determina qué sí y qué no puede hacerse.

No se trata de convertirse en truhan, sino de establecer las normas de socializar entre los que dicen observar el cumplimiento de las leyes y la Constitución, y los que se sirven de ellas para delinquir. Eso les produce una profunda amargura.

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