La cabeza de mi padre

A Haydeé Colmenares y Mome del Moral, con el deseo de su pronta recuperación

FLORENCIO SALAZAR (SemMéxico. Guerrero). La cabeza de mi padre, novela autobiográfica de Alma Delia Murillo (Alfaguara, 2022), ha causado interés entre los lectores. Ha ocupado por meses, en una de las cadenas de librerías más importantes de la Ciudad de México, un sitio privilegiado entre títulos de Arturo Pérez-Reverte e Irene Vallejo. Este hibrido, autobiografía y novela, es causado por la memoria. Se registran hechos y, cuando estos faltan, los conectores de la imaginación suponen lo que pudo haber ocurrido. Esta es la verdad literaria de la autora.

La narración tiene como hilo conductor la búsqueda del padre desaparecido durante la infancia de la personaje, narradora y autora, que es la misma Alma Delia. En ella imbrica diversos géneros provocando diferentes ritmos en la lectura. El texto es una catarsis de sus emociones: la ausencia de la figura paterna, la habitación en vecindades, la carencia casi de todo y el esfuerzo sin respiro de la madre para sostener la precaria vida.

Alma Delia -el personaje- solo conoce en fotografía el cuerpo sin cabeza de su padre. Pero la inexistencia del padre lo hace más presente: en el registro escolar, en las solicitudes laborales, en los trámites diversos que requieran los nombres de los progenitores.  Hay un vacío existencial en la niña, en la joven, en la mujer madura, que tiene la premonición de advertir la muerte de personas cercanas y siente que la de su padre está próxima. Quiere reconocerlo antes de que esto ocurra, saber cómo es, cómo está y en dónde.

El 20 de diciembre de 2016, a bordo de una camioneta, inicia el trayecto de la Capital de la República a Michoacán (Morelia, Ario de Rosales, Urapa (¿Uruapan?), La Mira), junto con algunos de los hermanos y, sorpresivamente, también de su madre empeñada en asistir. Van a encontrar a Porfirio, su padre.  Sin proponérselo, a la primera que encuentra es a su madre. A esa desconocida que está a su lado. A la luz y sombra de la que decidió desprenderse a los 19 años para ser actriz y terminar en la literatura y el periodismo. A la invisible que conocía de cuerpo entero. A la que tenía de cabeza y recupera en su ancha vitalidad.

Ese será el recorrido de la memoria. Del origen, de las calamidades, de los riesgos y las muestras de carácter de los que sobreviven “a la pobreza, a la calle, a la casi indigencia” siendo bravos, dejando de lado ser “mansos y suavecitos” porque si la casa educa y la escuela enseña (es un decir), es en la calle donde se aprende a vivir, a mostrar lo que se tiene, a poner la mira en lo que se desea.

La narradora -en primera persona- entrevera la experiencia vital de la personaje con la realidad de muchas mexicanas. De Nezahualcóyotl a Santa María la Ribera, a donde llega a sufrir el abuso sexual en la infancia, a las vecinas prostitutas y los vecinos ladronzuelos, al rechazo del “suegro” por no ser del mismo nivel del hijo, a la marginación laboral; y luego, independiente de la familia, ser arrollada por un trolebús, experimentar el acoso – ¿”porqué tan solita”?-, el celo por su capacidad profesional, son momentos de angustia al no escuchar el rugido protector. Si bien denuncia con datos duros los feminicidios y la exclusión de las mujeres en el mundo de las oportunidades, la corrupción, y menciona el nombre del médico que, en su consultorio, trató de abusar de ella no es un libro de “denuncia”, panfletario. Es el ojo clínico de la alpinista y la mirada despectiva hacia los sobrados. Desde el cerebro y el hígado da testimonio de su camino en el desierto para alcanzar la tierra que se había prometido.

Obvio, el carburante que mueve a la personaje es el enojo. El enojo en la pobreza, en los estudios, en el trabajo, en el amor, en la escritura de La cabeza de mi padre. No solo la mueve la creencia del próximo deceso; también el resentimiento por todo lo que ha significado la vida sin él. La madre, empleada doméstica, de mostrador, afanadora, enfermera casual, que padece amores intensos y frágiles. Al reventar la desesperación, ella descarga su furia en los cuerpos de los hijos, de las hijas, con azotes de cables de luz.

“Pero (también) había que trabajar. Punto. Había que chingarle. Y así, chingándole, era la única forma de corresponderle a esa mujer que había criado sola a ocho hijos rompiéndose la espalda, el aparato digestivo y el equilibrio emocional para lograrlo”. Si la trama es la búsqueda del padre el itinerario recorre el sufrimiento y el temple de la madre. “Hay que llegar a los 40 para aquilatar todo lo que vale eso, ir por la vida tomada de la mano de la madre”, dice Alma Delia. El abusado adjetivo heroico queda perfecto a la madre protéica. Entonces, entiende “a su madre y, sobre todo, a la mujer”.

El periplo es aventurado. Incursiona en tierra de narcos y cada movimiento es observado por sicarios. Las amenazas posibles se disuelven al identificarse como la familia de Porfirio. Él justifica su ausencia incapaz de evitar el sufrimiento de la hija de ocho años quemada por un flamazo, sobreviviente con una cicatriz de cuerpo entero. No puede vivir con ese trauma. Simbólica la fotografía: el padre no tiene cabeza, él mismo se la ha cortado.

Alma Delia Murillo -la autora-, se atreve en el laberinto de varios géneros en su narrativa:  biografía, periodístico, crónica de viaje, poesía, ensayo, cuento corto y aforismo.  Es un texto sicológico y testimonial, en el que, además muestra cómo construye su estructura literaria. Lo anterior, implica el deslizamiento de la narración con diferentes ritmos. Parece ser excesiva en la cita de escritores y poetas; sin embargo, la tensión marca los episodios de la vida del personaje y mantiene el interés en la narración. En el desdoblamiento de la personaje muestra los enclaves sociales, económicos y políticos del contexto nacional. Es ácida en sus comentarios y hay enojo en su lucha aspiracionista. Los críticos del aspiracionismosimulan ignorar lo que es “Pasar de un segmento social a otro en este país donde la movilidad es casi imposible, es una pesadilla, una eterna noche asfixiante”.

Alma Delia Murillo ha escrito un libro memorable.  Por la calidad de la escritura y haberse  sofocado en la profundidad de la condición humana está destinado a perdurar. Ella lo sabe: “Apostaría con el Diablo que muchos de quienes me leen ahora mismo están haciendo su propio relato, el del padre ausente, desconocido, mitificado”. Por ello, exclama con orgullo: “Déjenme despotricar a cambio de todos los años que escuché a patrones y maestros sermonearnos y castigarnos por ser pobres, por tener piojos, por tener anemia, insultando a mi madre por haber osado traer hijos a la pobreza ¿Cómo se atrevieron? Con qué gusto les diría ahora que la seguridad de sus apellidos reprodujo hijos condenados a la medianía por la falta de hambre”. Cierto, “todos escribimos la novela de nosotros mismos”.

En este libro hay mucho de México. Es la madre doliente, el país sin cabeza. La ruta está abierta. Aquí hay una invitación al coraje. A atreverse.

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