JUEGO DE OJOS/ La Bestia

MIGUEL ÁNGEL SÁNCHEZ DE ARMAS. Era un apuesto joven de intensos ojos azules dado a la melancolía, seductor de mujeres y hombres, que un día comenzó a perder la vista y dejó su vida de molicie en Londres para irse a vivir al Sudán.

Gracias a esa decisión no perdió la vista y en los siguientes años se convirtió en uno de los más extraordinarios peregrinos y escritores del siglo XX, tan grande como los novelistas de aventuras del XIX, pero a diferencia de muchos de ellos, trotamundos real y no mental.

No hablo de Joseph Conrad, aunque mucho tuvo en común con el sin par autor de Nostromo. Separados por más de un siglo, tienen en su abrevar de la cultura de la pérfida Albión un común hilo espiritual, aunque como sabemos Conrad nació en Polonia y nuestro personaje, al igual que Byron, vio la primera luz en Sheffield, en el verde corazón de Inglaterra.

Ambos fueron esforzados, obsesivos, vagamundos. Conrad se embarcó a los 16 años, luchó en España en las filas del ejército de don Carlos, viajó al extremo del mundo de entonces: el archipiélago malayo y el río Congo. Escribió 13 novelas y su pasión amorosa lo llevó a las puertas del suicidio.

Chatwin en cambio fue más que navegante, caminante. Recorrió a pie los desiertos de África, las áridas extensiones de la Patagonia y los misteriosos eriales australianos en donde el tiempo se detuvo en una época anterior a la memoria del hombre.

Tuvo amores indiscriminados sin que se sepa si alguno le dolió como para quitarse la vida. Publicó seis libros. Al morir, víctima de la que entonces era una “misteriosa enfermedad”, había terminado uno con el sugerente título de ¿Qué hago yo aquí?

Con este libro cimentó la leyenda que se había forjado a sí mismo durante años, pues fue, como dijo un impaciente corresponsal de “Babelia” en marzo de 1997, “¡Un señor que siempre dejaba pistas falsas!”.

Bruce Chatwin es sin duda una de las personalidades literarias más atractivas de nuestro tiempo, aunque su obra sigue siendo poco conocida en México. Federico Campbell lo presentó en una de sus “Horas del lobo”, pero los lectores aztecas de este inglés errante forman un club tan hermético y reducido como en su tiempo fuimos los seguidores americanos de J.R.R. Tolkien.

Los libros de Chatwin no son de fácil clasificación. Uno de sus más conocidos, En Patagonia, acepta muchas lecturas. Es sin duda una novela, pero también un diario de viajes, muy cercano, incluso en estilo, a Far Away and Long Ago de William Henry Hudson, el delicioso volumen de recuerdos aparecido en 1918.

De sus viajes por Dahomey y Brasil nació El virrey de Ouidah (1980), novela sobre el comercio de esclavos. La colina negra (1982) describe la vida en una granja galesa. Para muchos, la obra más importante de Chatwin es La línea de la canción (1987), libro inclasificable sobre los aborígenes australianos. Utz (1988) es el retrato de un coleccionista de porcelana de Meissen.

Supongo que en términos generales se puede decir de su obra que es la memoria de un observador dividida en episodios convencionalmente llamados libros por el resto de los mortales. Tampoco la vida o la personalidad de Bruce puede insertarse en un molde. Chatwin pertenece a un apartado de seres humanos no fácilmente clasificables.

Este inglés de Sheffield que nació a las ocho y media de la tarde de un caluroso 13 de mayo del año de Dios 1940 en el seno de una familia de clase media “sin pretensiones”, fue con el tiempo un misterio y una revelación para quienes le rodearon.

Al igual que Tolkien, tuvo una niñez enfermiza. A los nueve años su tío favorito fue asesinado en algún lugar del África Occidental Británica, extenso territorio en donde hoy se asientan Nigeria, Gambia, Sierra Leona, Benin, Ghana y parte del Camerún, y esto avivó la imaginación del muchacho, quien de inmediato se puso a leer todo lo que encontró sobre ese rincón del Imperio.

Su madre se llamaba Margherite y gustaba de confiar a sus amistades que el parto del pequeño Bruce había sido difícil, “pero el bebé increíblemente bello”. Su padre era un abogado tranquilo, juicioso y muy respetado.

La apostura –belleza se diría- y una capacidad casi ilimitada, obsesiva, para la conversación, fueron dos de sus rasgos. Tan distinguido era su porte que naturalmente todos los que trataban con él lo asumían aristócrata. Este fue el caso de Silvia Lemus, la esposa de nuestro compatriota Carlos Fuentes, según recuerda su biógrafo Nicholas Shakespeare.

No sólo las mujeres del pueblo lo encontraban irresistible. La gran escritora y activista Susan Sontag dijo de él: “Era asombroso mirarlo. Hay muy pocos en este mundo con una figura tan cautivante y encantadora… el estómago se comprime y el corazón se detiene, pues no estamos preparados para esa imagen. Lo vi en Jack Kennedy y Bruce lo poseía. No es sólo belleza… es una luminosidad, es algo en la mirada… y ejerce su fascinación sobre ambos sexos…”

“Un niño, un trozo de piel de brontosaurio, una tierra remota”. Con estos elementos se inicia En la Patagonia, el libro con el que Bruce Chatwin debutó a los 37 años y con el que alcanzaría fama de escritor.

Nicholas Shakespeare conoció a Chatwin en Londres en 1982 y es interesante su recuerdo. Lo visitó en su estudio de Eaton Place en donde una bicicleta estaba recargada en la pared y un libro de Flaubert tirado el suelo.

“Era más joven de lo que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas y verbo como navaja […] No dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación del ático. En minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta, el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía Dios”.

A Chatwin no le gustaba dar entrevistas, pero Shakespeare lo convenció de que participara en una de televisión con el anzuelo de que compartiría créditos con Borges. Bruce llegó primero al estudio y cuando vio aparecer al argentino comenzó a parlotear sobre sus libros y su obra. “¡Es un genio!”, dijo en voz alta. “No puede uno salir sin su Borges. Es como empacar el cepillo de dientes”.

Don Jorge Luis, quien avanzaba por el pasillo de la televisora del brazo de Shakespeare, escuchó, se detuvo, alzó un poco el rostro y sin dirigirse a nadie en particular, exclamó: “¡Qué antihigiénico!”

En retrospectiva alguien podría decir que era una personalidad maniática, obsesivo-compulsiva. Era muy capaz de dar el primer paso de un viaje que podría ser de uno o mil kilómetros literalmente sin más equipaje que su libreta parisina de hojas gruesas y pastas de piel en donde anotaba en letra minúscula –más pequeña cuanto más personal era la entrada- sus observaciones sobre todo lo que cruzara su camino.

Me divierte imaginar la sorpresa de un jeque en Benin, de unos alemanes ortodoxos en el sur de Argentina o de una familia de aborígenes en Queensland al aparecérseles este inglés desgarbado en la tienda, en el establo o entre los arbustos y decirles, como si fuera una visita familiar largamente esperada, “Hola, soy Bruce Chatwin. ¿Charlamos?”

En un artículo publicado en LAWeekly en marzo del 2000, Shakespeare recuerda que Joan Didion dijo: “Nos contamos cuentos a nosotros mismos para sobrevivir” y cree que esto fue “más cierto para Chatwin que para la mayoría de nosotros”.

Cuando le preguntó a Salman Rushdie, “¿Qué es esa Bestia que Bruce intenta mantener a raya?”, este respondió con gran agudeza: “La Bestia es la verdad sobre sí mismo. La gran verdad que oculta es su verdadera identidad”.

No fue sino hasta sus últimos meses, cuando enfermó, que la verdad salió a luz. Diez años después de una visita al África Occidental, en la tarde del 12 de septiembre de 1986, Bruce fue internado en el pabellón de emergencias del Hospital Churchill de Oxford. Su ficha de ingreso sólo lo identificó como escritor de viajes de 46 años, VIH positivo.

El miércoles 18 de enero de 1989, a la una y media de la tarde, en la cama del hospital francés en donde estaba internado, Bruce murmuró: “¡He visto las puertas plateadas del paraíso!”, antes de entregar el alma. No había cumplido 50 años.

Una carroza con cortinas de satén dorado y estrellas azules transportó el cuerpo a un crematorio. Sus amigos pidieron a un sacerdote griego ortodoxo que estaba arbitrando un partido de fútbol que oficiara una misa antes de que los restos del escritor fueran colocados en el horno. Cuando todo terminó, los integrantes del cortejo fúnebre se fueron a comer.

Durante la cremación de Chatwin, Salman Rushdie recibió la noticia de que había sido declarado blanco de una fatwa. Fue su última aparición pública en años.

Tres semanas más tarde Elizabeth Chatwin y Paddy Leigh Fermor llevaron las cenizas de Chatwin a Grecia y las depositaron, con una libación de vino, al pie de un olivo en el huerto de una capilla bizantina consagrada a San Nicolás y almorzaron a la sombra del árbol.

Así encontró reposo aquel hombre de intensos ojos azules, apuesto como gacela y dado a la melancolía, que recorrió a pie los desiertos de África, las áridas extensiones de la Patagonia y los misteriosos eriales australianos en donde el tiempo se detuvo en una época anterior a la memoria del hombre.

8 de mayo de 2022

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