HOMO POLÍTICUS/ Una historia de dolor en tiempos de la violencia generalizada

“Si estás pasando por un infierno, no pares, sigue adelante”.

Winston S. Churchill

JOSÉ CARLOS GONZÁLEZ BLANCO

Esta es una historia real.

Dramáticamente, es muy similar a muchas otras que tuvieron y continúan teniendo comportamientos análogos.

El, era un joven exitoso, inteligente, creativo, emprendedor, progresaba en los negocios y con frecuencia viajaba; era una gran promesa.

Un día voló de Chetumal a México y repentinamente desapareció.

La familia, se colapsó, hizo todo cuanto pudo sin resultados en ninguna institución.

En investigaciones personales, logró saber que bajó del avión, lo reconocieron en las cámaras de seguridad del aeropuerto, cuando la policía lo interceptó y condujo a sus instalaciones donde y jamás hubo ningún registro ni evidencia de que saliera.

La policía negó el hecho y ante la evidencia videográfica, reconoció la intercepción y adujo que sólo fue una entrevista de rutina y que de inmediato lo dejaron ir.

La agonía de la familia y en especial de su madre era creciente y demoledora.

Semanas después, la familia fue torturada con el reclamo de una recompensa por secuestro.

Su madre, desecha por el dolor, desesperadamente dispuso de casi todo lo que tenía, pagó y nada.

El silencio la consumía, no le alcanzaba la vida para contener su dolor y orar aferrándose a una esperanza que para todos era endeble.

Todos en la familia, asumieron la idea de que había muerto.

Todos, menos su madre.

Ella delirante decía que sentía vivo a su hijo, que percibía su corazón latiendo, agonizante y sufriendo, le había pedido a Dios que le permitiera vivir sólo para volver a ver a su hijo.

Casi 2 años después, nuevamente hubo señales, le exigieron nuevamente una recompensa por su hijo.

Toda la familia se opuso, pero las lágrimas y el dolor de una madre los conmovió y con remilgos vendieron propiedades, autos juntaron lo que pudieron, pagaron y otra vez nada.

El sufrimiento superviniente al desengaño fue atroz.

El dolor y la incertidumbre por la ausencia devastó a esa mujer que ahora resentía el daño que también padecía el resto de la familia que se deshizo de sus bienes en aras de una tenue esperanza y por lástima a una madre consumida en su obscuridad.

Todos resentían la infamia que lentamente los destruía.

La angustia mermaba a esa madre brutalmente consumida por el dolor que, se negaba a morir bajo el argumento de que sentía que su hijo aún respiraba y que no podía morirse hasta encontrarlo.

Ella decía que jamás se rendiría y continuaría buscando a su hijo hasta su último aliento porque su corazón de madre le decía que estaba vivo, pero sufriendo mucho, ver a esa madre consumirse en su dolor era demoledor y los estremecía a todos.

Ella conservaba el mismo teléfono que usaba cuando la vida le sonreía y decía que ahí le hablaría su hijo, no se separaba de ese aparato nunca.

Habían pasado ya, varios años, casi cinco.

Una noche, sonó ese teléfono que tenía años de no sonar, por tercera ocasión, le pidieron un rescate.

Toda la familia se opuso y ella insistía en sus súplicas, sostenía vehementemente que su hijo, estaba vivo, el asunto ya era insostenible.

Los pocos que no podían rehuir la ayuda, le condicionaron el apoyo a cambio obligarla a exigir pruebas de que su hijo, estaba vivo y llena de miedo, las pidió.

Días después, escuchó por el mismo teléfono las respuestas que sólo habría tenido de su hijo desaparecido.

Ella se lo dijo a toda la familia, nadie le creyó hasta que lo escucharon en las grabaciones que sin que ella supiera habían instalado en ese móvil.

Hablaron con ella para hacerle entender que, por última vez, aportarían y a escondidas de la madre, contrataron equipos de seguridad privada para que aportaran su experiencia y se hicieran cargo de atrapar a los que recibirían el dinero.

Inusitadamente para todos, en opinión de esos equipos experimentados, había una esperanza.

Cuando la madre anunció que tenía el dinero, le dijeron que viajara a Guadalajara y se instalara en un sitio específico y ahí le darían instrucciones para que lo entregara.

Pagó el rescate atendiendo las indicaciones precisas que recibió y que evadieron a los equipos de seguridad que la familia había contratado, le dijeron que esperara una llamada y le dieron una fecha.

La irritación de la familia fue explosiva, casi todos rompieron con ella y todo se colapsó.

Ella se quedó casi sola, consumida en su necedad.

Llegó el día y la llamada no entró; otra vez nada.

La familia atacó a esa pobre mujer por entregar el dinero fuera del protocolo convenido y ella resistía ese sadismo bajo el argumento de que, como madre, sabía que su hijo estaba vivo.

El delirio y la crisis rayaban en la locura.

Ante el silencio, la familia presionó a la madre para regresar a México y ella se negó.

Ella pidió que la dejaran ahí donde esperaría hasta morir.

Con seguridad, y una tristeza profunda, bendijo a sus otros hijos y se despidió.

Sus hijos, no dejarían morir a su madre, la veían aferrarse y todos sufrían.

Para esa mujer, su fe, era ciega, necia, obsesiva, irracional.

Días después de una difícil tolerancia, sus hijos le pidieron que entrara en razón, que entendiera que era el final y que ya tenía de trabajar en el desapego de ese teléfono y abandonar la esperanza.

La forzaron a aceptar un acuerdo bajo la idea de que todos correrían la misma suerte, de tal forma que si ella insistía en perderse ahí, entonces, todos se abandonarían ahí con ella.

Ella, forzada, pero aferrada a su fe, fijó un día para rendirse.

Llegó el día y los hijos la presionaron a que honrara el acuerdo.

Entre lágrimas, delirio y dolor les suplicó 24 horas más.

Ningún hijo podía negárselo, un día más luego de casi 5 años, no era nada.

Llegó el final y el silencio era devastador, faltando a su acuerdo inicial suplicó conservar el teléfono, tampoco se lo podían negar, después de todo lo inmediato era rescatarla a ella.

Ya de camino a México, desolada, en ese silencio infinito y profundo que los acompañaba, sonó el teléfono y escuchó una voz que dijo……..¿mamá?

Ella sintió que moría, pero por fin, escuchaba de nuevo a su hijo.

¿Dónde estás?, en Vallarta, fue la respuesta, estoy libre dijo.

Le pidieron se metiera a un hotel cercano a la terminal de autobuses y le ofrecieron ir por él en ese momento.

Ahí lo encontraron, vivo y físicamente completo, pero sensiblemente envejecido, podrido por dentro, con huellas de un sufrimiento emocional y anímico profundo, con largos lapsos de miradas perdidas, de ausencias, de somnolencias para evadir la vigilia y la realidad, pero vivo y como decía su madre, respirando.

En aquel encuentro, abrazó a su madre, a sus hermanos, lloró larga y repetidamente sin parar y dijo que no podía contar nada y suplicó por compasión, que no insistieran.

Lo pidió por piedad.

Luego del reencuentro, la convivencia fue muy difícil, todos ya eran otros y extraños entre sí, algo se había roto en el tiempo y subyacía una desconfianza impertinente, nadie podía mirarse a los ojos con él.

Fue hasta un año después, que pudo contar su historia, luego de terapias psicológicas y de difundirse en la televisión una de tantas masacres, esa en especial en la que perdieron la vida y terminaron desmembrados una docena de criminales en un enfrentamiento entre bandas, que operaban en Jalisco y Michoacán, noticia que aquel pobre hombre miró repetidamente en silencio.

Narró que la policía ponía candidatos como a él, que, lo trasladaron a donde lo entrevistaron y lo reclutaron como sicario, bajo la consigna “o jalas o te mueres”; él no tuvo alternativa y jaló.

Le explicaron que el asunto funcionaba teniendo como medida de seguridad matar a toda su familia si fallaba, hablaba o huía y para probarle que lo harían, a él mismo lo mandaron varias veces a matar a toda la familia de otros que habían fallado, hablado o huido y a calar iniciados.

La lista de sus crímenes era inenarrable y tampoco nadie de la familia quiso escucharla.

Empero dijo que, en las últimas balaceras, dos veces le salvó la vida a su jefe opresor y que se hicieron lo que él, irónicamente moviendo las manos como para imponer comillas, denominó «amigos» y que eso le valió para pedirle su libertad.

Él le caía muy bien a los mandos, había sido un joven obediente, leal y muy exitoso como gatillero.

Su jefe pidió permiso a sus mandos y se lo concedieron sólo si conseguía otra recompensa.

Así, luego de varias noches de excesos y despedidas, lo liberaron en Puerto Vallarta.

Su madre murió casi un año después de recuperar a su hijo, él, jamás volvió a ser el mismo, nunca volvió a visitar un aeropuerto, vive taciturno, opacado y solitario, ermitaño, distanciado de sus hermanos quienes, lo evitan y sin culparlo abiertamente, no pueden ocultar que resienten que su madre se acabó por el dolor del hijo extraviado.

Él se consume en sus culpas, en sus silencios y está muerto en vida, sólo, aislado del mundo.

Cuento esta historia en memoria de esas miles de nobles mujeres, madres, esposas que se aferran a la esperanza, sufriendo un infierno en vida que irremediablemente las aniquilará.

Para todos nosotros es imposible imaginar esa magnitud de dolor, tampoco el que a su vez causan los exitosos gatilleros sicarios reclutados a la mala que cegan tantas vidas, a nadie nos alcanza la imaginación para entender todo el dolor y drama de estos eventos.

Estremece entender que esta historia, no es extraña en nuestra sociedad, que la viven miles de familias.

En México llevamos 110,000 desaparecidos, la mitad de ellos jóvenes y más de 9,000 fosas clandestinas, el dolor que generan esas pérdidas es brutal, indescriptible y es vergonzante el nivel de impunidad e indiferencia gubernamental frente a esta tragedia.

El gobierno se burla, consiente estas tragedias, las combate “acusando a los delincuentes con sus abuelitas o con abrazos”, según ha dicho el presidente y mediante pláticas de café previas a sus mañaneras que jamás han resuelto nada.

México ya no debe permitir que los cárteles recluten a jóvenes para convertirlos en sicarios, son ahora el quinto mayor empleador del país, el año pasado reclutaron a 19,300 jóvenes y no pasa nada, no hay una reacción gubernamental ante esta aberración.

Han proliferado demasiados cárteles, hay grandes medianos y pequeños, todos disfrutando de los abrazos gubernamentales y su notoria incapacidad para combatirlos, las fiscalías flotan entre el 95% de impunidad con relación a los delitos que conoce, la catástrofe es brutal.

Las policías que debieran combatir ese cáncer colaboran con esos cárteles y no pasa nada.

Se necesita estar loco, ciego y sordo para ser indolente ante estas tragedias y hacer prevalecer el sistema de gobierno que las propicia y encubre.

Es hora de reconstruir nuestro país para que estas historias no se repitan y dejen de lastimar a tantos hogares mexicanos que terminan destruidos por el dolor.

Nos duele México y estas desgarradoras realidades.

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