ROCÍO FIALLEGA (SemMéxico, Ciudad de México). La muerte llama a los pasos de los otros y no sabemos si los propios van hacia el final o sólo a ciertos abismos. La vida se reconstruye. No hay momento del día en que se pierda esa convivencia vida-muerte, porque es la síntesis de cada uno de nuestros actos. La mañana promete y es nuestro deber hacer cumplir el día, ya en la noche: los sueños son el reducto de nuestros miedos, pasiones y arquetipos.
Escucho el oleaje, mejor conocido como la respiración de Dios, imagino lo que me dice el Uno, siempre más que la suma de sus partes, observo el atardecer porque el día me angustia y la noche me inquieta. En ese momento de la tarde mi alma se reconcilia.
Conectada a la tierra y al cielo, puedo viajar en una esfera que es mi morada, como diría la doctora de la Iglesia, pero la posición de mi boca todavía no alcanza el éxtasis, debajo de mis párpados están mis ojos abiertos hacia el interior, quiero mirar el cielo, abrir mi pecho a la experiencia de la luz.
Dijo el poeta que somos polvo enamorado, y la estrella de la mañana ilumina esa misma materia que nos configura, polvo de estrella, estremecimiento del temblor que la acerca a mis pupilas, ya puedo verla adentro de mí.
No existe la violencia de la ruptura, es un continuo infinito lleno de lealtades, decisiones, dolores, promesas, alegrías y nostalgias que se acumulan en lo que llamamos destino, por eso encuentro en la reconciliación la señal del camino.
Elevé el ancla y luego inicié el vuelo, tuve el permiso y la convicción para esta travesía: Soy una vasija, soy una herramienta, soy una montaña, soy el agua, intuyo el propósito, ahora soy el universo, no hay muerte ni dolor, sólo la fuente primordial, aquí está mi Dios, soy Dios.