ROCÍO FIALLEGA (SemMéxico, Ciudad de México). Conozco la nieve del otro lado de la ventana, observo las ráfagas blancas llenas de energía, hasta que se quedan quietas y se amontonan. Quito la nieve de la entrada, su olor es como el origen del mundo, como una caricia que ahora de repente está en mis pestañas, parpadeo y hay una película blanca que me impide verlo todo, no es neblina ni bruma, quizá así se ve el cielo de los ángeles: con un tul de nieve frente a los ojos. Siempre con guantes hago una bola de nieve, no puedo, inicio otra vez, ahora sí se compacta, me concentro en esa esfera de luz; miro un objetivo, la lanzo y da en el blanco: la blancura de toda la calle enternecida por mi intento.
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Toco con mi dedo índice su mano inerte, la muerte lo tomó por asalto, veo una mancha en su pantalón, susto, sorpresa, inquietud, último modo de saberse vivo, nadie lo sabrá. Ahora me atrevo a tomar su mano entre mis manos, hielo que corre por mis brazos hasta llegar a mi corazón. Todo se congela: el aire, mi latido, mis recuerdos de infancia, su voz, su abrazo, su sonrisa, no, su carcajada, su enojo, estático como el fin de los tiempos, ya no hay salida. Pero se rompe la presa que contiene mis lágrimas, no puede parar, mientras las manos y el corazón se quedan petrificados. No hay más que este cuerpo que perdió su tibieza, ya la sangre se estanca, ya empieza su descomposición, la piel es una gran hielera. Sus párpados son la roca del sepulcro, quiero que se abran para creer en la resurrección, pero están sellados.
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Siento cómo el viento se topa con mi rostro; ágil, rápido, embustero, va escarchando poco a poco las plantas, hasta convertirlas en piedra, eso quiere hacer con todo lo que está a su paso, por eso voy corriendo a casa. No hay nieve, sólo esa sensación de transfiguración, estremeciendo a los seres vivos, porque los inertes resisten; el viento continúa su camino y se escurre por debajo de la puerta, ahora tiene un hogar, su impulso se mantiene hasta la recámara, a pesar de que estoy debajo de cuatro cobijas, encuentra mi rostro y lo congela para que me levante a preparar un café con leche. Por alguna extraña magia los vidrios de la casa ceden a sus encantos y ese viento gélido se instala adentro y afuera. El refugio ahora es cárcel, mi remedio es cantar y bailar para combatirlo.
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Instalado encima de mi espalda, no puedo moverme, estoy viva, pero ya no hay engranaje para sentir, como un reloj detenido, congelado, sin palacio ni choza; mundo interior de glaciar, se va desprendiendo como la costra de la herida. La ruptura y el abandono no lo son todo, dicen por ahí, pero sigo recostada y va disminuyendo la intensidad y el calor de mi relación ya no con ella, sino conmigo misma.