ROCÍO FIALLEGA (SemMéxico, Ciudad de México). “Vámonos a donde nadie nos juzgue” me dije, pero nos hicieron pensar que no querer a nuestra tía pegajosa era malo y que ser una buena niña era, entre otras cosas, sentir los ojos de un dios castigador que observaba cada uno de nuestros actos (cuánto añoro los besos de mamá y su bendición para salir a la escuela, con eso bastaba para enfrentar dragones y maestras).
Aprendimos a juzgar a los otros desde las primeras gotas de leche materna y seguimos haciéndolo: cuando saludamos a alguien, cuando se cruzan nuestras miradas con un teporocho y miramos hacia otro lado porque nos recuerda nuestras propias miserias.
“Sin juicio” dicen los de la apertura de conciencia, que promueven el desapego y la extinción del ego; pero cualquier abogada les diría que sin un juicio justo no hay derechos humanos. Ah, por eso somos expertos en las palabras, hasta un Juicio final nos inventamos y está en la Capilla Sixtina.
Un juicio quiere decir que distinguimos entre el bien y el mal, o que tenemos una “opinión razonada” sobre una persona o cosa, sobre todo si esa persona es una misma; nos acostumbraron tanto a vernos a través de los ojos de la sociedad, el maestro, el sacerdote, el opinador, que no logramos hacernos un juicio justo, si es que existiera. Ah, pero también están los juicios de valor en los que nos dan permiso de ser subjetivas…
Pero siempre juzgadas ya sea por la Inquisición o por no estar a la moda, por ejercer como reinas o por casarnos con un príncipe, por ponernos minifalda o portar un hábito, por hablar o por callar, por morirnos o por seguir vivas, quiero acabar con tanto juicio y quiero dejar de ser juzgada.
Dónde podré ir. Mi piel es mi patria y en mi corazón hay muchos cuartos bellos para la gente que amo y que me ha construido como persona, aunque tampoco sé dónde ir para que yo misma deje de juzgarme tanto. Quizá tan sólo podría yo instalar un espejo en mi corazón y empezar a aceptar que esta soy y no hay más.