DULCE MARÍA SAURI RIANCHO* (SemMéxico, Mérida, Yucatán). Tarde o temprano, a un gobierno se le juzga por sus resultados. Hay, sin embargo, una gama de opiniones que califican su desempeño durante el periodo para el cual fue electo: que si combatió la corrupción, que si impulsó el crecimiento económico y el empleo, que si disminuyó la inseguridad o instaló una administración profesional para facilitarle a la ciudadanía el cumplimiento de sus obligaciones fiscales, etcétera.
Sin embargo, hay un ámbito en el que las opiniones bien o mal intencionadas, salen sobrando: es cuando hablan los datos “duros”, esos que se recogen en las actas de defunción y en las encuestas sobre ingresos y empleo en los hogares.
Si la obligación esencial del Estado es preservar la vida y patrimonio de los ciudadanos, los indicadores más precisos del grado de cumplimiento de las responsabilidades gubernamentales son la “Esperanza de vida al nacer” y el porcentaje de la población en situación de pobreza.
Los números que los cuantifican califican el resultado de la acción gubernamental, más allá de las palabras mañaneras o el halago interesado de los omnipresentes cortesanos.
En términos demográficos, “esperanza de vida” significa los años que se espera viva una niña o niño nacido en un año determinado. Para que se incremente la expectativa de vida se requiere un conjunto de condiciones de salud y bienestar de las personas que permitan transcurrir la existencia hasta el envejecimiento y ancianidad.
No me detendré en la compleja construcción de este indicador —la explicación se la dejo a los especialistas—, pero desde la década de 1950 en México se había incrementado, sostenidamente, la expectativa de vida de las distintas generaciones. Por ejemplo, cuando nací en 1951, niñas y niños nacidos en ese año teníamos la esperanza de vivir alrededor de 46 años (45.1 años, hombres; 48.7 años mujeres).
Entonces, la alta mortalidad infantil, asociada a enfermedades gastrointestinales de origen hídrico —vgr. colerina, tifoidea—, colmaba los cementerios. Se sumaban la viruela, sarampión, difteria, tétanos y la letal poliomielitis, que enlutaban a los hogares, especialmente de las familias más pobres.
En algunos estados como Yucatán, el paludismo y fiebre amarilla azotaban con fuerza. Justo en esa segunda mitad del siglo XX fue cuando se desarrollaron las intensas campañas de vacunación contra la viruela, poliomielitis y sarampión: fue cuando se introdujo el protocolo de vacunación de los recién nacidos —la “triple”— al que después se incorporaron otras vacunas, como la del neumococo. Los sistemas de agua potable se volvieron una prioridad en la obra pública —ejemplo, el de Mérida en 1965-1967—, así como las campañas contra el mosquito anofeles, transmisor del paludismo.
El resultado fue una importante reducción en la mortalidad, especialmente en la infancia. Desde entonces, año con año hasta 2019, se había incrementado de manera sostenida la esperanza de vida de las y los mexicanos.
Las instituciones de salud y seguridad social han hecho su parte para aumentar los años vividos por la población mexicana, en forma significativa el IMSS e Issste, fundados en 1943 y 1959 respectivamente. En 2003, fue creada la Comisión Nacional de Protección Social en Salud, conocida como “Seguro Popular” que llegó a atender a más de 56 millones de personas en todo el país.
Al iniciar el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, la esperanza de vida era de 75 años, —78 para las mujeres, 73 para los hombres—. Sin embargo, tres años después, se ha reducido a 71 años.
El gobierno lopezobradorista puede aducir que la pandemia del Covid se “robó” 48 meses, el cinco por ciento del tiempo de vida de quien llegue a los 75 años.
Parcialmente cierto, aunque, de acuerdo con los datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), sólo ocho países del mundo registraron descenso de su esperanza de vida en los años del Covid: desafortunadamente, México es uno de ellos.
Situación
La “tormenta perfecta” para la salud de las y los mexicanos fue la desaparición del Seguro Popular y su sustitución por el Instituto Nacional para el Bienestar en Salud (Insabi), a finales de 2019. Sin proyecto claro para suplir a una institución que, con sus problemas y vicios, funcionaba y servía a los más pobres y vulnerables.
Los errores gubernamentales, sólo potenciaron las deficiencias en el abasto de medicamentos, incluyendo tratamientos para niños con cáncer; atención a las enfermedades crónico-degenerativas quedó postergada; la espera para operaciones urgentes pasó de semanas a meses: en fin, se deterioró seriamente la salud pública del pueblo mexicano. Sumémosle la violencia que ha llevado a miles de personas a la muerte, la mayoría de ellas, jóvenes.
¿Quién nos va a devolver los cuatro años que nos quitó la mala actuación gubernamental y los errores y deficiencias de la administración pública federal? ¿Cuántos años vamos a tardar en recuperar la esperanza de vida que había en 2019?
Les recuerdo, amigos lectores: son datos “duros”, que habrán de ser tomados en cuenta para diseñar un proyecto alternativo de nación que ponga verdaderamente en su centro la vida de las personas.
Del otro indicador duro: población en pobreza, hablaremos la próxima semana.
Elecciones. El próximo domingo 5 de junio habrá elecciones para elegir gobernador/a en seis estados de la república, entre ellos, nuestro vecino Quintana Roo. La mayoría de las encuestas pronostican victorias para Morena en cuatro de ellos.
El PRI juega la mitad de las gubernaturas que conserva bajo sus siglas (dos de cuatro estados). Si no logra triunfar en Hidalgo y Oaxaca, sólo gobernaría en el Estado de México y Coahuila, pendientes para 2023. También en dos años, el 2 de junio de 2024, habrá elecciones. Son las presidenciales, de indudable importancia para el futuro de México. La carrera arranca este fin de semana.
Mérida, Yucatán
*Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán