ESCARAMUZAS POLÍTICAS/ La ilusión y la rapiña

GLORIA ANALCO

La Comisión Europea ha comenzado a llamar “préstamo de reparación” a un mecanismo financiero que, en realidad, busca usar como garantía el dinero de las reservas rusas congeladas para financiar a Ucrania.

Bajo ese eufemismo jurídico se oculta una maniobra de enorme alcance político: transferirle a Rusia el costo de una guerra que no ha terminado y cuya devastación material fue agravada y sostenida deliberadamente por Occidente.

El plan consiste en respaldar con los activos rusos inmovilizados -principalmente los 185 mil millones de euros retenidos en Euroclear, Bruselas- un instrumento “estable y duradero” que permita sostener al régimen de Kiev sin tocar nuevamente los presupuestos nacionales europeos.

Dicho sin rodeos: Europa quiere financiar su apuesta fallida de doblegar a Rusia con dinero ajeno; ya no puede, o no quiere, asumir el costo político, social y económico de una guerra que ayudó a prolongar. Para lograrlo, Bruselas presiona ahora a los Estados miembros.

En este mismo sentido, Francia se ha convertido en un punto de fricción: cerca de 18 mil millones de euros en activos soberanos del Banco Central de Rusia permanecen inmovilizados en bancos privados franceses, cuya identidad se mantiene en secreto desde hace más de dos años. Ahora el secreto bancario choca con la urgencia política de una Unión Europea necesitada de recursos.

El problema de fondo no es técnico ni contable: es jurídico, histórico y moral. Las sanciones impuestas por la UE a Rusia -ya va por el paquete decimonoveno- son ilegales desde el derecho internacional.

La UE no es un Estado ni un organismo con potestad universal para castigar a terceros países. Nadie ha sancionado a la OTAN ni a Occidente por sus intervenciones en Yugoslavia, Irak, Libia o Siria. La ley no actúa igual para todos: actúa según la correlación de fuerzas. Y esa correlación ha cambiado, sobre lo cual la UE se aferra en no reconocerlo.

Jurídicamente, las reparaciones las paga el vencido; y esta guerra no ha terminado. No hay tratado de paz ni derrota formal, pero la UE actúa como si el veredicto ya estuviera dictado, intentando sepultar esta realidad bajo lenguaje financiero y ficticio.

La guerra pudo haber terminado en abril de 2022: Ucrania estaba en pie, su infraestructura intacta, su economía aún operativa. Rusia tenía la pluma en la mano para firmar.

Sin embargo, Europa y Estados Unidos intervinieron, prometiendo respaldo total a Zelenski, y así prolongaron deliberadamente el conflicto. Ellos son responsables de buena parte de los destrozos en Ucrania.

Ahora, quienes alentaron esa prolongación buscan presentar la destrucción como una deuda que Rusia debe pagar con su propio dinero congelado. Paradoja brutal: primero empujaron la guerra; ahora reclaman su financiamiento.

Esta conducta sólo puede entenderse como “la ilusión estratégica” de ciertos círculos de poder en Europa: apostaron, junto con Estados Unidos, a que Ucrania podría doblegar a Rusia con su ayuda, asfixiarla con sanciones, derrumbar su economía, provocar su inestabilidad interna y fragmentarla.

Creyeron que con sanciones, cancelación de compras de gas, guerra financiera y aislamiento diplomático tendrían a Moscú de rodillas.

Ocurrió lo contrario. Rusia resistió, reconfiguró su economía, fortaleció vínculos con Asia, África y América Latina, y hoy ha desplazado a Alemania del cuarto lugar entre las principales economías del mundo.

Mientras tanto, Europa se desliza hacia la recesión, el endeudamiento crónico y el desgaste social.

Alemania, que al inicio del conflicto era la locomotora del continente, hoy es uno de los grandes damnificados de aquella apuesta. De ahí la desesperación por apropiarse de  los fondos rusos congelados. Ya no se trata sólo de castigo político: es una necesidad financiera.

La UE se empobreció apoyando una guerra que calculó ganar rápidamente; al no lograrlo, intenta ahora convertir sus sanciones en botín.

Hablan de “préstamos de reparación”, pero buscan endilgarle a Rusia la responsabilidad de una destrucción que pudo haberse evitado.

Quieren que el derrotado pague aun cuando el derrotado no es Rusia, pero quieren anticiparse al desenlace inminente.

Y lo más grave: Europa no quiere asumir los riesgos ni los costos de la aventura geopolítica iniciada en 2014, cuando apoyó el golpe de Estado en Ucrania y promovió su militarización para confrontar a Rusia.

Hoy, cuando aquella ilusión estratégica se ha desmoronado, lo que queda es la tentación de la rapiña: usar dinero ajeno para cubrir errores propios. Privatizar las consecuencias de una guerra alentada desde los grandes centros de poder occidental.

La escena final de esta ilusión convertida en rapiña se vivió en Bruselas el viernes reciente.

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el canciller alemán, Friedrich Merz, acudieron a reunirse con el primer ministro belga, Bart De Wever, para destrabar el llamado “préstamo de reparación” antes de la cumbre europea del 18 de diciembre, pero no lo consiguieron, aunque simularon con sonrisas su fracaso.

No fue una reunión diplomática más: fue, en los hechos, una visita de súplica política al país donde se concentran los principales activos rusos congelados en Europa.

Euroclear ya les advirtió: el plan es “muy frágil” y podría ahuyentar la inversión extranjera en Europa.

De Wever lo dijo sin rodeos: “Aunque la propuesta de préstamo para reparaciones pueda parecer rentable, el riesgo de encarecerse y devaluar el euro es demasiado alto”.

La imagen es clara: la cúpula política de la UE, que hablaba con soberbia de sanciones ejemplares y de la caída inminente de Rusia, acude ahora a presionar -casi a mendigar— la liberación de recursos ajenos, aun a riesgo de detonar una crisis de confianza en su propio sistema financiero.

Así ha terminado la ilusión…. Y comenzado, sin ambigüedades, la rapiña.

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