
GLORIA ANALCO
“Nos vamos a quedar con el petróleo”, afirmó Donald Trump al referirse al petrolero incautado frente a las costas de Venezuela, entrando en franca acción de “robo” que desafía normas internacionales y multiplica riesgos políticos.
Esa audacia constituye un desafío directo a China y Rusia, un intento de mostrar quién manda en lo que considera su patio trasero, y al mismo tiempo también un desafío interno a Estados Unidos, donde su popularidad cae a velocidad récord y ya ha sido convocada una sesión de emergencia en el Congreso ante su pretensión de disponer del presupuesto federal sin control alguno.
Lo que antes se hacía de manera disimulada con sanciones, bloqueos financieros o medidas indirectas hoy se ejecuta sin pudor ni encubrimiento, enviando un mensaje claro: “lo que yo considere ilegal, lo tomo”.
Esta postura refuerza la idea que el propio Trump tiene de un imperio que lo considera apto para confiscar recursos en tránsito, con la pretensión de disuadir a países que comercian fuera del sistema dólar, al tiempo de reiterar que Washington vigila y controla las rutas marítimas y el comercio energético mundial, y que actúa bajo su propia voluntad.
Aunque nadie lo diga oficialmente, la señal frente a China y Rusia es inequívoca: Pekín ha financiado a Venezuela y recibido crudo como pago de deuda, y Moscú respalda militarmente al país y participa en su sector petrolero a través de Rosneft.
Al alardear públicamente de la incautación, Trump intenta demostrar que es Estados Unidos quien decide cómo se mueven los recursos en su zona de influencia.
Todo esto coloca a Washington fuera las de normas internacionales, en un mundo multipolar que ya no acepta violaciones flagrantes y observa con recelo cada gesto de arrogancia, dejando al país aislado y cuestionado.
Por otro lado, la situación interna de Trump es sumamente delicada.
En medio de estas acciones externas, enfrenta acusaciones graves por violar la Constitución al redirigir fondos aprobados por el Congreso hacia proyectos propios sin autorización legal, y la jueza federal Sara Morrison calificó estas maniobras como “constitucionalmente indefendibles”.
La alarma ha sido tal que ya se convocó una sesión de emergencia en el Congreso para evaluar medidas inmediatas contra el presidente, con Barack Obama como uno de los promotores más visibles, lanzando un video dirigido a la opinión pública para subrayar la gravedad de la crisis y advertir que el Congreso podría actuar si persisten los abusos de poder.
Esta inestabilidad no solo pone en riesgo la gobernabilidad y la economía de EE. UU., sino que limita de inmediato cualquier capacidad de Trump para ejecutar políticas externas ambiciosas, incluida su intención de imponer Monroe 2.0 en América Latina.
También en el plano político interno, la caída de su popularidad es evidente: perder la alcaldía de Miami, bastión republicano en un estado clave, demuestra que su base urbana ya no lo respalda tan sólidamente.
Trump ha actuado históricamente con gestos provocativos y audaces, convencido de que su estilo directo y disruptivo seduce a sus seguidores, pero las recientes derrotas electorales consecutivas de su partido, muestran que su cálculo es parcialmente erróneo y que la base puede castigar decisiones que exceden los límites de la legalidad o del sentido común.
Su autoritarismo extremo funciona mientras el costo real -escándalos, derrotas, presión interna- no sea tangible.
Miami evidencia que el supuesto consenso con su base no es total, y que la tolerancia a transgresiones tiene un límite.
Mientras tanto, la agresión en el Caribe ha activado alertas internacionales.
La operación Lanza del Sur y los bombardeos contra embarcaciones supuestamente de narcotraficantes han dejado más de 80 muertos sin evidencia de tráfico de drogas.
Organismos internacionales como la ONU y la DEA señalan que Venezuela no es ruta principal de narcotráfico hacia EE. UU., pues más del 80 % de la droga utiliza la ruta del Pacífico.
Gobiernos de Colombia, México y Brasil, así como expertos independientes, califican estas acciones como ejecuciones sumarias que violan el derecho internacional.
Trump ha transformado un gesto de confiscación en un acto explícitamente provocativo y riesgoso, rompiendo códigos históricos de discreción en la política exterior estadounidense.
Lo que antes se disimulaba hoy se exhibe públicamente, demostrando que el petróleo sigue siendo geopolítica pura y que Estados Unidos, bajo su liderazgo, arriesga legitimidad y credibilidad tanto frente al mundo como dentro de sus fronteras.
La verdadera pregunta no es si puede imponerse temporalmente, sino qué país está dejando a sus ciudadanos y a la comunidad internacional: un Estados Unidos cada vez más aislado, desacreditado y en caída libre, atrapado entre la audacia de un presidente y la fragilidad de sus instituciones.
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