GLORIA ANALCO
El 6 de julio de 2018, apenas unos días después de la histórica victoria de Andrés Manuel López Obrador, escribí una columna que cerraba con una advertencia: el verdadero enemigo no había sido derrotado aún.
El poder económico -corruptor, invisible, rapaz- seguía intacto, agazapado en sus trincheras, esperando el momento oportuno para contraatacar.
La pregunta entonces era: ¿mandará por fin el poder político legítimamente elegido por el pueblo, o seguirán gobernando las corporaciones disfrazadas de legalidad?
Casi seis años después, esa interrogante encontró respuesta el pasado 1 de junio: con la elección popular del Poder Judicial, el último bastión del régimen corporativo ha comenzado a desmoronarse.
La renovación del Poder Judicial no es menor: implica desarticular una fortaleza que durante décadas funcionó como escudo de los intereses económicos más oscuros. Esa fue la tarea política que AMLO se propuso desde el inicio de su mandato, y que hoy, aún en su ausencia formal del poder, ha conseguido concretar.
Fue López Obrador quien impulsó la iniciativa de reforma judicial enviada al Congreso. Por eso, puede decirse sin exagerar que ha vencido al poder económico desde dentro del Estado, por la vía democrática.
Las elecciones del 1 de junio no fueron simplemente una jornada electoral más. México vivió uno de los momentos más decisivos de su historia moderna. No se trató solo de elegir cargos: se trató de desmontar un aparato judicial que durante años ha servido al dinero, no al pueblo que sostiene la república.
Ese poder liberó capos, protegió evasores fiscales, exoneró presidentes y gobernadores corruptos, y blindó la impunidad de los grandes intereses económicos.
Ya en aquella columna de 2018 -titulada “AMLO, obligado a vencer al poder económico”– advertí que ganar el poder político no bastaba. El verdadero poder seguía en manos del capital transnacional, bancario, corporativo, mediático.
Ese poder se atrinchera, como señalé en múltiples columnas:
Usa los medios para sembrar el miedo (Venezuela, dictadura, peligro para la democracia).
Moviliza a sus voceros empresariales (Coparmex, Consejo Mexicano de Negocios).
Bloquea reformas desde el Poder Judicial.
Protege la evasión fiscal de los más ricos.
Financia campañas mediáticas para socavar a AMLO y a Morena.
Colonizaron incluso al Poder Judicial. Desde la Suprema Corte hasta tribunales inferiores, muchos operaron como bastiones del viejo régimen.
Pero antes de tocar al Poder Judicial, López Obrador se ocupó de ir desmantelando una a una las trincheras del poder ilegítimo, escondido tras el disfraz de la institucionalidad.
Descubrió que el poder económico no solo había capturado al Poder Judicial, sino también a los llamados “organismos autónomos”, creados por el PRIAN con el objetivo de blindar los intereses corporativos y los suyos propios, ante cualquier intento de transformación democrática.
La clase empresarial encontró en estas instituciones -el INAI, el IFT, el INE- aliados eficaces para mantener privilegios y bloquear toda reforma que amenazara sus ingresos.
Aunque en teoría fueron creados para transparentar y democratizar, en la práctica se convirtieron en cotos de poder para élites políticas y económicas. Obstaculizaron los cambios urgentes que el país necesitaba y alimentaron la corrupción estructural.
Por eso, en febrero de 2024, AMLO y su bancada presentaron una serie de iniciativas para reformar el sistema político, judicial y electoral. Buscaban fortalecer la soberanía popular y terminar con los candados institucionales que protegían a las élites.
La reacción fue inmediata: toda la oposición -el bloque conservador, los medios aliados, los empresarios- se unieron para frenar las reformas.
Se activaron los “candados” del viejo régimen: el Poder Judicial, los organismos autónomos, y las campañas de miedo.
Así nació el llamado Plan C, estrategia que consistía en obtener una mayoría calificada en el Congreso para poder reformar la Constitución sin obstáculos.
El resultado fue asombroso: Morena y sus aliados lograron esa mayoría. Y con ella, López Obrador pudo comenzar a desmontar el andamiaje institucional que protegía los privilegios de una minoría voraz.
El caso del IFT es ilustrativo: diseñado para impedir monopolios, terminó sirviendo a las grandes empresas. Lo mismo ocurrió con otros organismos. Su autonomía no fue del pueblo, sino del dinero.
Desmantelarlos -o transformarlos bajo control democrático- no fue un capricho: fue una necesidad histórica para recuperar al Estado secuestrado por intereses privados.
Con ello, AMLO no solo conquistó el poder político. Conquistó, también, el poder económico. O al menos, logró quitarle al capital su condición de intocable.
Faltaba solo una pieza: el Poder Judicial.
Y fue esa pieza la que cayó el 1 de junio, con una participación ciudadana que quebró la red de protección de quienes creían tener privilegios eternos.
La elección de los nuevos ministros de la Suprema Corte, que entrarán en funciones el próximo 1 de septiembre, marca un antes y un después.
Los actores corruptos, ligados a intereses dudosos, han sido desplazados. Se abre la posibilidad de construir un sistema judicial más justo, más equitativo, más fiel al pueblo y no al dinero.
Así, López Obrador -con el respaldo del pueblo y del Congreso- ha logrado algo que parecía impensable: desmantelar los mecanismos institucionales que protegían a la élite económica y política tradicional.
La conquista del poder económico no es simbólica. Es real.
Y por eso, es histórica.