MOISÉS SÁNCHEZ LIMÓN
Mi tío José Limón fue un campesino correoso, de piel curtida por el Sol de invierno y de verano que quema la piel cuando vas a la faena al campo y le vale sorbete el sombrero y el paliacate que uses porque te quema.
Sí, ése Sol es cabrón y te quema porque te quema y endurece el carácter, cuando se suma con el frío que de madrugada y después del amanecer se desparrama desde la mujer dormida (a) el Iztaccíhuatl y suele arrasar cultivos cuando llega como helada.
Mi tío José Limón conoció la luz eléctrica cuando ya era un joven con cartilla porque al gobierno del centro, avanzada la década de los 60 del siglo pasado, se le pegó la gana tender el cableado e instalar planta y transformadores hasta San Lorenzo Chiautzingo, que entonces era pueblo perteneciente al municipio de Huejotzingo, en el estado de Puebla.
¡Qué tiempos! ¡Qué México!
A retazos viví en San Lorenzo parte de mi niñez y adolescencia en casa de mis abuelos maternos y mis tíos José y Froylán se encargaron de guiarme por esos rumbos de, qué le digo, hacerse hombre responsable en el trabajo del campo que comienza de madrugada y termina antes de caer la tarde. Era un niño, pero…
¡Ande cabrón!
¡Ah!, cómo recuerdo a José y Froylán junto con Roberto –penúltimo hermano de mi padre–, a quien gustaba agarrarse a madrazos con quien le retara con o sin pulques encima. Y fue boxeador profesional con batallas provincianas; admirable, lo sabe su heredero, mi primo Roberto.
Ellos me llevaron a conocer tempranamente el sabor del neutle pese a las advertencias de mi abuelo Melquiades: “¡No me anden encaminando al niño por donde no deben, carajos!”, advertía pero José y Froylán me llevaban incluso a los bailes y Roberto a jugar pokarito con la apuesta de la jarra de cuatro litros del elíxir de los dioses.
Bueno, bueno…
Era la segunda mitad de los 60 y Adolfo “El joven” López Mateos había entregado la estafeta de presidente de México al abogado Gustavo Díaz Ordaz Bolaños hijo que no fue precisamente predilecto por voluntad popular de su natal San Andrés Chalchicomula.
Existe la firme versión de que Gustavo nació en Oaxaca y pertenecía a la parte no fifí de la familia porfiriana Bolaños Cacho.
Pero…
Ya sabe usted cómo se la gastaban en esos días de vaivenes políticos y familiares. Gustavo fue secretario particular ni más ni menos que del atrabancado gobernador de Puebla, Maximino Ávila Camacho, que quiso ser Presidente pero literalmente murió en el intento.
Fue el 17 de febrero de 1945 cuando desde el poder se fraguó la muerte del arrogante hermano del Presidente de la República.
Maximino había jurado asesinar a Miguel Alemán Valdés, pero antes de que el aterrado veracruzano pereciera a manos de Maximino, éste fue envenenado. Nadie se tragó ni se ha tragado la versión de que lo mató un infarto. Tal vez, solo tal vez, el corazón le falló al hermano del Presidente pero a consecuencia del envenenamiento.
Pero, una va con otra.
Y ahora entiendo por qué la modernidad impulsada desde 1945 como desarrollo estabilizador no le dio espacio a Puebla, si los gobernadores poblanos andaban a la greña y de 1957 a 1975 hubo ocho.
Desde Fausto M. Ortega, que sucedió a Rafael Ávila Camacho y luego Arturo Fernández Aguirre, Antonio Nava Castillo, Aarón Merino Fernández, Rafael Moreno Valle, Mario Mellado García, Gonzalo Bautista O’Farrill y hasta Guillermo Morales Blumenkron, ninguno le hizo justicia a mi pueblo San Lorenzo Chiautzingo.
Así que…
¿Cuál desarrollo estabilizador?
No recuerdo que mi tío José Limón haya hablado de alguno de estos próceres priistas que se peleaban el poder valiéndoles un pito deshacer compadrazgos, juramentos de sangre y hermandad amén de haberle dado en la madre a las familias, pero no las de ellos, ¡faltaba más!
Nooo.
Sí a las de miles y miles de campesinos poblanos, como los de mi terruño que emprendieron la ruta del sueño americano y, mire cómo es la vida, hoy cientos de herederos de aquellos espaldas mojadas de la década de los años 60 son prósperos empresarios o, por lo menos, ciudadanos con buen nivel de vida en Nueva York.
Y no le miento, párese en cualquier esquina de la 5ª Avenida de la Gran Manzana e identificará de inmediato a un poblano entre cientos de ciudadanos de la gran urbe que nunca duerme –Frank Sinatra dixit–.
José Limón evitó caer en la tentación y, casado con mi tía Naty, mejor emigró a México. Sí, así decían y dicen allá en San Lorenzo cuando alguien viajará, por cualquier motivo, a la capital del país. Ni cuando se denominaba Distrito Federal dejaron de decir, por ejemplo, “mañana voy a México”.
¿Y la modernidad?
Circo, maroma y teatro.
El servicio de agua potable que llegaría desde los veneros de las faldas del Iztaccíhuatl, se tardó años y fue hasta entrada la década de los 70 cuando se abrió la brecha sobre el duro tepetate para surtir de agua a los habitantes que le tomaban desde ancianos canales empedrados.
Pero no había contaminación de ninguna especie, nada de latas o envases de plástico ni llantas o pañales desechables en estos canales, “caños” le llamaban y se abastecían en jagüeyes los ciudadanos. Así que hubo fiesta cuando se abrió la primera llave que dejó caer el agua fría y cristalina.
Esa era la modernidad que a cuentagotas llegó a mi pueblo, pero nadie de mi familia, menos mi tío José Limón habló de justicia social ni aplaudió al gobierno del centro ni a la Comisión Federal de Electricidad por haberles llevado el progreso.
¿Progreso?
Por ahí han pasado munícipes de distinto color y diferentes siglas. Junto con el progreso partidista llegó la mano del hombre que le quitó hasta la pátina del tiempo a la parroquia que data del siglo XVI, donde se venera a San Lorenzo Mártir.
Dícese que mi pueblo fue fundado en junio de 1272, como se enseñaba en aquellos días de los años 60 en la histórica escuela Primaria Teniente Juan de la Barrera.
Pero la modernidad de pronto irrumpió en Chiautzingo, como en otras tantas comunidades indígenas y campesinas y le quitó el sabor de provincia, la dulzura de lo natural, aunque eso que se llama progreso llegó a cuentagotas en contraste con la oferta política que irrumpió desde la raíz de la ambición mediante la oferta fácil.
Ignoro si José Limón fue priista o panista; desconozco si llegó a simpatizar con Morena. Lo cierto es que perteneció a esa generación del México que no se ha ido, pese al intento de desmantelarlo.
Ya no podré platicar con él de sus experiencias, de la razón por la que volvió a San Lorenzo para reencontrarse con sus raíces. Ni me contará de sus críos que crecieron amándolo.
No le escucharé su amable rechazo a las ofertas políticas, con esa referencia paternal de “ya sabes cómo son las cosas, hijo”.
No, porque mi tío José Limón murió ayer y se llevó sus secretos y se apagó su sonrisa bajo el ralo bigote. ¡Qué dolor! Usted disculpará; una historia personal y mi pueblo San Lorenzo Chiautzingo. Digo.
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