SOFÍA CARVAJAL*
En un país en donde la Constitución debería ser la norma suprema, lo que acaba de ocurrir con los fideicomisos del Poder Judicial es mucho más que una “reingeniería presupuestaria”: es una afrenta directa al Estado de Derecho.
El gobierno federal ha transferido recursos resguardados en Nacional Financiera —fondos que tenían como destino el pago de pensiones y otras prestaciones laborales— a la Tesorería de la Federación. Lo hizo sin transparencia, sin rendición de cuentas y, peor aún, bajo un barniz de legalidad construido a través de una reforma cuestionada desde su origen.
Para mayor claridad la siguiente analogía: la figura del Fideicomiso es un negocio jurídico en el que el fiduciario- en este caso NAFIN- tiene como principal obligación actuar como una buena “cabeza de familia” protegiendo el patrimonio del fideicomiso, lo que no sucedió en este caso.
No se trata de cifras frías, sino de derechos adquiridos por miles de trabajadores que dedicaron su vida al servicio público. Esos fondos no eran del gobierno en turno, sino de las y los trabajadores del Poder Judicial, con la garantía institucional de que sus pensiones estarían protegidas por fideicomisos. El mecanismo de los fideicomisos existe, precisamente, para evitar que el poder político utilice el dinero a su antojo. Pero hoy, ese principio ha sido vulnerado.
¿Y cómo se justificó esta maniobra? A través de una reforma que ordenó eliminar 13 fideicomisos judiciales, bajo el argumento populista de que se trataba de “privilegios” de las y los ministros. Nada más falso. Los recursos no eran exclusivos de la élite judicial, sino parte de obligaciones contractuales con miles de trabajadoras y trabajadores. Sin un análisis técnico transparente, sin estudios actuariales públicos y sin diálogo con los afectados, se ordenó que el dinero —resguardado en NAFIN— pasara directamente a la Tesorería. Una acción que huele a castigo político, no a responsabilidad administrativa.
Más grave aún es la impunidad con la que se llevó a cabo. No se presentó una justificación clara sobre el uso que se le dará al dinero. Lo que presenciamos es un ejercicio de poder sin contrapesos, donde el Ejecutivo legisla, ejecuta y cobra.
El artículo 134 de la Constitución exige que los recursos públicos se manejen con eficiencia, transparencia y honradez. Nada de eso ocurrió aquí. Se violaron las reglas propias de los fideicomisos, se ignoraron los derechos laborales de miles de personas y se actuó como si la Constitución fuera un obstáculo menor, no una guía obligatoria.
Esto no es solo una crisis presupuestaria. Es un retroceso institucional. Si mañana se decide desaparecer otros fondos protegidos —educativos, de salud, de cultura— ¿quién lo impedirá? ¿Qué certeza jurídica tendrán los ciudadanos frente a un Estado que se reserva el derecho de cambiar las reglas a mitad del juego?
Las y los mexicanos no debemos normalizar la arbitrariedad. Este episodio debe encender nuestras alarmas. Cuando se legaliza el abuso, se erosiona la democracia; cuando se traiciona la ley desde el poder, el daño no solo es financiero: es moral, estructural y profundamente político, profundamente humano.
*Abogada por la UNAM, Secretaría de Asuntos Internacionales del CEN del PRI; Secretaría Ejecutiva de la COPPPAL; Diputada Federal del PRI por la LXV Legislatura y Ex Presidenta del Grupo Geopolítico de América Latina y del Caribe de la Unión Interparlamentaria.
Artículo publicado originalmente en la edición del sábado 3 de mayo de El Sol de México