
J. ALEJANDRO GAMBOA C.
Hay días en que miro mis discos, mis cassettes, mis libros, y siento que ahí aún existe un mundo que resiste y, no es nostalgia, es la constatación de que la llamada generación X somos testigos de la transición más profunda desde que la humanidad aprendió a registrar la memoria.
Los objetos que antes definían nuestra relación con la cultura —un LP, un VHS, un libro subrayado— se volvieron anomalías en un ecosistema donde casi todo es intangible. Y, sin embargo, nadie parece inquietarse por haber perdido la propiedad de lo que consume.
La promesa de la “democratización digital” era sencilla, era aquélla de que todos tendríamos acceso a todo. Pero lo que terminó ocurriendo es otra cosa más perversa, que las plataformas no solo distribuyen contenido; lo filtran, lo jerarquizan y lo sustituyen sin preguntar.
El 65% del catálogo global de Netflix permanece menos de un año antes de desaparecer, según un análisis de What’s on Netflix de 2023. No desaparece por censura ni por falta de valor cultural, sino porque el algoritmo detecta que no genera interacción. En consecuencia, se borra. La memoria colectiva reducida a una métrica de clics. Es la democracia de los idiotas digitales.
Mientras tanto, los materiales físicos continúan en un ritmo que es casi un gesto de desobediencia. Sacar un disco de su funda, colocarlo en un aparato de los años setenta u ochenta—cuando se fabricaban equipos que podían durar décadas— implica una secuencia que el cerebro reconoce casi como un ritual de iniciación: pausa, anticipación, escucha consciente.
El sonido tiene textura, imperfección, aire, hasta fallas. En lo digital, en cambio, todo está comprimido para ser perfecto y uniforme, brillante y frío. Es funcional, sí, pero ese mismo perfeccionismo borra matices que antes nos recordaban que seguíamos aquí, encarnados en un mundo material.
El otro lado de esta ecuación es la velocidad, la rapidez y la inmediatez. Hoy cualquier obra está a un clic de ser eliminada o perpetuada. Esa inmediatez tiene su utilidad, pero también un costo ya que la información deja de convertirse en conocimiento.
La UNESCO ha documentado que la exposición continua a estímulos digitales ha reducido la capacidad de concentración promedio a lapsos cercanos a ocho segundos en entornos de alta saturación. Es difícil digerir algo cuando la mente está entrenada para saltar al siguiente contenido antes de terminar de procesar el anterior.
Y mientras todo esto ocurre, la inteligencia artificial (IA) entra al terreno cultural como sustituto —o competidor— de los creadores. Produce imágenes, música, textos y voces sin descanso. Según Pew Research (2024), 78% de los adultos consideramos que la IA reducirá la creatividad humana, aunque más del 60% ya la utilizamos de manera cotidiana.
¿Dependemos de herramientas que, al mismo tiempo, nos inquietan por sus efectos a largo plazo?
En medio de esta transformación me pregunto qué pasará para quienes seguimos valorando lo tangible, lo ritual de lo analógico ¿Qué ocurrirá cuando ya no existan reproductores para los pocos materiales físicos que conservamos algunos entusiastas? ¿Qué pasará con nuestros hijos, que crecen en una realidad donde el entretenimiento es infinito, barato, alienante y controlado por esas corporaciones que, irónicamente, restringen el uso de tecnología a sus propios hijos mientras la expanden al resto del mundo?
Debemos comprender dónde estamos parados los ciudadanos comunes en este tránsito hacia lo intangible. La digitalización tiene virtudes reales como la accesibilidad, alcance global, reducción de costos. Pero también plantea un riesgo silencioso y que se está insertando y normalizando y no es más que la pérdida de gestión frente a sistemas que no vemos, que moldean lo que pensamos, lo que recordamos y lo que olvidamos.
Detente. Necesitamos criterio, pausa y una mínima voluntad de conservar aquello que todavía respira fuera de las pantallas, ese ritual para sacar un casete de su caja, ese sonido especial del disco LP. Si no lo hacemos, no hará falta una distopía al estilo Blade Runner, bastará con seguir deslizando el dedo para convertirnos en zombies al servicio de las plataformas de música o de cine digitales.
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