J. ALEJANDRO GAMBOA C.
Escribo estas líneas siendo consciente que yo también soy parte del problema. Que muchas veces me dejo arrastrar por el algoritmo. Que consumo música empaquetada, aunque me cueste admitirlo.
Hoy me conmueve un videoclip cuidadosamente producido por una disquera multinacional, de música “alternativa”. Que tengo playlists con Depeche Mode, The Cure en YouTube; incluso con esa oscuridad edulcorada que tanto critico cuando hablo de la muerte del arte. Que también escucho a Bauhaus o Front 242, sí, pero en Spotify, mientras reviso TikTok. Soy creador y consumidor. Soy cómplice y víctima.
No escribo esto desde una torre de pureza intelectual; pese a todo, sigo creyendo que el arte o la creación artística debería tener otro lugar en nuestras vidas. Y porque si no reconocemos que también nosotros fuimos domesticados, entonces este discurso no vale nada.
Horkheimer y Adorno lo vieron con claridad brutal: la cultura, en manos del capitalismo, ya no es vía de emancipación, sino de dominación. Lo que antes podía sacudir conciencias, hoy solo busca atención. El cine, la música, el arte visual, incluso la literatura, han sido absorbidos por una lógica que no tolera la pausa ni la dificultad. El resultado: una cultura del entretenimiento continuo, de la emoción rápida, del consumo sin memoria.
Hoy no hace falta un productor de Hollywood para imponer qué debemos ver o escuchar. Basta un algoritmo bien entrenado y un creador de contenido con buena labia y producción atractiva. Nos creemos libres mientras seguimos patrones de consumo dictados por máquinas que aprendieron mejor que nosotros cómo manipular nuestros afectos. Y lo peor: lo hacen de manera eficiente, cómoda, placentera.
La música que domina el mainstream es una síntesis perfecta de esta lógica. Repetitiva, estandarizada, diseñada para ser olvidada luego de tres semanas. Y, sin embargo, ahí estamos. Reproduciendo listas, subiendo fotografías o videos, compartiendo lo que todos comparten.
¿Dónde quedó el arte, la m´suica, el rock como confrontación? ¿Dónde el asombro ante lo distinto, lo difícil, lo incómodo?
Y, sin embargo —y esto es lo que más incómodo—, aún dentro de esa maquinaria podemos encontrar grietas. A veces un sonido oscuro en el beat industrial belga nos sacude. A veces una canción de Peter Murphy nos recuerda que la oscuridad puede tener sentido. A veces un poema escondido en una galería marginal o una voz anónima en un micrófono comunitario nos devuelve el fuego. No es suficiente, pero es algo.
Por eso, no propongo fórmulas puristas ni soluciones de laboratorio. Propongo, más bien, cinco actos de resistencia posible. No como mandamientos, sino como deber ser, como invitación a reorientar el deseo, aunque sepamos que nunca saldremos del todo del pantano.
Aclaro: este texto no es un manifiesto desde la cima de una coherencia inquebrantable. Es una confesión escrita con música que me gusta de fondo, entre notificaciones y algoritmos que me conocen mejor que algunos que se dicen amigos. Pero si algo me sostiene, es la idea de que aún hay espacio para el deber ser, incluso si lo habitamos de forma imperfecta.
Pienso, por ejemplo, en la urgencia de educar en la sospecha. No en el sentido tecnocrático de enseñar a usar herramientas digitales, sino en el arte más profundo de la desconfianza crítica. Enseñar a los más jóvenes —y recordárnoslo a nosotros mismos— que toda imagen lleva una intención, que todo sonido tiene dueño, que el entretenimiento también forma ideología. Que detrás de cada “me gusta” puede haber una rendición inconsciente al poder.
A la par, me parece vital rescatar lo pequeño, lo cercano. Hacer comunidad en los márgenes. Escuchar bandas que no suenan en las plataformas, leer libros que nadie recomienda, apoyar galerías que no buscan influencers sino preguntas incómodas. Ir donde no nos dice el algoritmo que vayamos. Hacer del acto cultural algo colectivo, no como resistencia romántica, sino como una forma honesta de cuidar lo poco que no ha sido tragado.
También, volver al cuerpo. Al encuentro real, al arte que se comparte sin Wi-Fi. Reunirse en un cuarto con otras personas para ver una película sin pausa, discutir un libro sin emojis, escuchar música sin distraerse con otras pantallas. Lo real exige más, pero también da más. El universo saturado de imágenes anestesiadas y, mejor, el roce de lo físico puede ser revolucionario.
Y sí, reivindicar el silencio. Leer lentamente. Escuchar un álbum completo. Sentarse sin producir, sin compartir, sin capitalizar. Dejar que algo nos atraviese sin la necesidad de postearlo (a veces lo hago). Hay una forma de libertad en ese desenganche que, aunque breve, puede afilar nuestra sensibilidad dormida.
Por último, asumir la contradicción. No hay que fingir una pureza imposible. No se trata de exiliarse del mundo, sino de habitarlo con lucidez. De saber que el sistema nos contamina, pero también nos ofrece grietas por donde respirar. Porque reconocer nuestras propias rendiciones no nos invalida: nos humaniza. Y quizás desde ahí, desde esa honestidad cruda, pueda emerger una forma más humilde pero más potente de resistencia cultural.