
JUAN CHÁVEZ
El amparo es una conquista histórica y un recordatorio constante de que, en una democracia, el poder no es absoluto.
Protegerlo es proteger la dignidad de cada uno de nosotros.
Con el amparo se levanta la barrera contra el abuso de poder, ni más ni menos.
El juicio de amparo es una de las instituciones más valiosas y emblemáticas del derecho mexicano.
Creado por Manuel Crescencio Rejón en el siglo XIX y perfeccionado por Mariano Otero, se erigió como un escudo protector para los ciudadanos frente a los posibles abusos del poder público.
Hoy, con la iniciativa de reforma a la Ley de Amparo propuesta por el Ejecutivo, este pilar de nuestro sistema jurídico enfrenta un momento crítico que nos obliga a reflexionar sobre su esencia y trascendencia histórica.
La presidenta se valió de su asesor Arturo Zaldívar, ex presidente de la Corte, para ampliar el sostén de su iniciativa de reforma a la Ley de Amparo.
Zaldívar, coordinador general de Política y Gobierno, rechazó que la reforma a la Ley de Amparo sea regresiva y que se busque limitar el acceso a la defensa de los mexicanos, sino que lo que se busca es hacer un juicio de amparo más ágil y eficaz.
Hay que recordar, sin embargo, que el amparo surgió de la necesidad de establecer un contrapeso efectivo al poder del Estado.
En un país que vivió guerras, intervenciones y dictaduras, el amparo se consolidó como el mecanismo ideal para que un ciudadano, por sí solo, pudiera impugnar actos de autoridad que vulneraran sus derechos fundamentales. Así, se sentó un precedente crucial: el Estado, sin importar su fuerza, no es todopoderoso y debe someterse a la ley, garantizando así la protección de los individuos.
En un juicio de amparo, dice el abogado constitucionalista José Elías Romero Apis, la relación es intrínsecamente desigual: se enfrenta un ciudadano, a menudo desprotegido, contra el vasto aparato gubernamental. Esta asimetría es precisamente la razón por la que cualquier modificación a la Ley de Amparo debe ser analizada con extrema cautela.
Una de las grandes fortalezas del juicio de amparo ha sido la ampliación de sus efectos. En casos de normas generales, se ha reconocido que la declaratoria de inconstitucionalidad no sólo beneficia al promovente, sino que puede tener un alcance más amplio, permitiendo que la justicia llegue a un mayor número de personas que sufren el mismo agravio. Esta lógica es vital, ya que el amparo es un recurso técnicamente complejo y económicamente oneroso. No cualquiera puede costear un abogado especialista y los gastos que implica un litigio de este tipo.
Limitar los efectos del amparo a una sola persona sería un retroceso.
Además, la suspensión del acto reclamado es una figura fundamental. En muchas ocasiones, la demora en la resolución de un juicio de amparo puede causar un daño irreparable al promovente.
La suspensión provisional y definitiva, que frenan temporalmente el acto de autoridad hasta que se resuelva el fondo del asunto, es la única garantía de que la justicia no llegará tarde.
Pensemos en un acto de demolición ilegal o en la negación de un servicio médico urgente; sin la suspensión, el daño se consumaría antes de que un juez pudiera emitir una sentencia. Por ello, eliminar o debilitar la suspensión es dejar al ciudadano a merced del tiempo y de la inercia burocrática.
La iniciativa de reforma propuesta, especialmente la que busca limitar la suspensión de actos reclamados contra leyes y la posibilidad de efectos generales, ha generado un debate intenso.
Mientras algunos argumentan que se busca evitar que un solo juez detenga obras o políticas de interés público, otros vemos en esta propuesta una clara amenaza a la independencia judicial y a la protección de los derechos humanos.
El argumento de que un solo juez no debe paralizar políticas de gobierno ignora que ese juez es el último recurso del ciudadano frente a un acto que considera ilegal o inconstitucional.
La historia del amparo nos enseña que es una herramienta de equilibrio, no de confrontación. Es el último refugio del ciudadano cuando todo lo demás ha fallado. Cualquier intento de reforma debe fortalecer, y no debilitar, esta institución. La clave está en no ver al amparo como un obstáculo para el progreso, sino como la garantía de que el progreso se construya en el marco de la legalidad y el respeto a los derechos de todos.
Es imperativo que el debate sobre esta reforma se dé con la mayor transparencia y con la participación de todos los sectores. No podemos permitir que una institución tan valiosa, que nos ha protegido por más de un siglo y medio, sea desmantelada sin una reflexión profunda sobre las consecuencias que ello traería para las libertades y la democracia en México.
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