EL OTRO DATO/ Los Ángeles y el alma chicana

JUAN CHÁVEZ

El sábado, difundió la agencia Reuters, fue atípico. Hubo protestas contra la política migratoria de Trump. De Los Ángeles a Nueva York. Más de mil 500 ciudades de Gringolandia registraron las manifestaciones de protesta. También las hubo en decenas de ciudades del exterior. París, Madrid, México, entre muchas.

Trump, en su desfile militar conmemorativo de la fundación del Ejército y su cumpleaños 79, ordenó intensificar las redadas de migrantes.

Una gobernadora recordó que la madre de Trump, Mary Anne MacLeod fue migrante ilegal luego de que se atrevió a saltar el océano Atlántico de la isla Lewis, Escocia, y llegar a Nueva York donde conoció a Frederck Christ Trump y decidió quedarse en la gran ciudad de Manhattan.

Pero eso, está a la vista, le importa madres al acosador de migrantes.

Como en otras épocas oscuras de la historia, los migrantes —sobre todo los latinos, sobre todo los mexicanos— vuelven a ser carne de cañón.

Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. Y más allá de lo político, está lo profundamente humano.

Hay, sin embargo, que advertir que Trump ha reculado en parte, ante la necesidad que importantes zonas del país tienen de trabajadores migrantes, con documentos o sin ellos.

Está la agricultura, la hotelería, los restoranes, el ocio, donde Trump ha metido frenos y ha suspendido sus inhumanas redadas.

En el norte de nuestro Continente, justo donde termina México y comienza Estados Unidos, hay una línea invisible que desde hace décadas divide más que territorios. Divide familias, sueños, culturas, idiomas, economías… y últimamente, divide también lo humano de lo inhumano.

Esta semana, Donald Trump —en una etapa crítica de su carrera política, con una caída notoria en las encuestas, escándalos judiciales y un sector republicano que empieza a verlo más como un riesgo que como un líder— ha regresado a una vieja y efectiva estrategia: la del miedo.

El presidente ha lanzado una ofensiva pública para prometer redadas masivas contra migrantes, deportaciones “como nunca antes vistas” y políticas de “cero tolerancias”.

En medio del descontento generalizado, Trump no busca soluciones reales, busca culpables útiles.

Pero hay una realidad más profunda y más dolorosa. Quien ha vivido el cruce, legal o no, sabe que la frontera no es sólo un punto geográfico. Es una cicatriz. Las políticas migratorias —de Trump o de cualquier otro mandatario— convierten esa cicatriz en una herida abierta.

Cada redada, cada niño separado de sus padres, cada deportación arbitraria, no es solo una estadística más. Es una tragedia personal. En este escenario, cobra especial relevancia la figura del “chicano”. Este término, que nació como una forma despectiva de llamar a los estadounidenses de origen mexicano, fue resignificado con orgullo en los años 60 durante los movimientos por los derechos civiles.

El chicano es el hijo de la diáspora, el nieto del bracero, el hermano del que se quedó en México. Es el mexicano que nació en Estados Unidos y que, aunque tiene papeles, no olvida de dónde vienen sus raíces ni a quién debe su historia.

Los chicanos son fundamentales para entender la cultura estadounidense moderna. Están en las universidades, en el arte, en la política, en la música, en los sindicatos. Y, sin embargo, cada redada, cada discurso de odio, también los golpea. Porque no importa si tienen ciudadanía: su apellido, su acento o el color de su piel los expone. Ellos también son víctimas del racismo sistémico.

Hoy, más que nunca, México debe voltear a ver a su gente más allá del río Bravo. No como simples paisanos lejanos, sino como parte de nuestra nación extendida. Porque si algo une a los mexicanos, estén donde estén, es su espíritu de resistencia. Los migrantes no huyen por gusto, sino por necesidad. Y a cambio, han sostenido economías, levantado ciudades y mantenido viva la cultura mexicana en el extranjero.

Las remesas no son solo dinero: son prueba de amor, sacrificio y esperanza. Y ese compromiso merece algo más que silencio institucional. Merece defensa diplomática, apoyo consular real, y sobre todo, empatía nacional. Cada vez que un mexicano insulta o desprecia a un migrante —por su acento pocho, por su ropa, por sus papeles— se convierte en cómplice de la misma discriminación que dice condenar.

Las fronteras, como están planteadas hoy, no son lugares de paso. Son cárceles abiertas. Zonas donde reina la vigilancia, el miedo y la burocracia cruel. Para miles de niños, esas jaulas del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) son su primer recuerdo de Estados Unidos.

¿Ese es el país que dice defender los valores cristianos y la libertad?

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