
RUBÉN MOREIRA VALDEZ* E IGNACIO LOERA
A principios del siglo XX, Porfirio Díaz soñó con lo que hoy se presenta como una novedad: un atajo entre el Atlántico y el Pacífico. En 1907 inauguró el Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, con trenes que enlazaban Coatzacoalcos y Salina Cruz y llegaron a mover decenas de convoyes diarios. Pero el sueño duró poco: con la apertura del Canal de Panamá en 1914 y el estallido de la Revolución, la ruta perdió competitividad y el proyecto se vino abajo. Más de un siglo después, el Corredor Interoceánico del Istmo de Tehuantepec repite la promesa: desarrollo, empleos y un supuesto progreso.
El plan oficial abarca la modernización del tren, la ampliación de puertos, gasoductos, nuevas carreteras y al menos diez polos industriales a lo largo de 79 municipios de Veracruz y Oaxaca. Todo, en la franja más angosta del país, pero también en una de sus regiones biológicamente más ricas y frágiles de norteamérica.
El resultado será un paisaje urbano fabril, el propio documento institucional reconoce que la industrialización del Istmo implicará la contaminación de agua, aire y suelo, tierras infértiles y muerte masiva de fauna y flora. Es decir, el corazón ecológico del sureste se transforma deliberadamente en una zona de sacrificio con impactos –tal y como lo especifica el documento– “permanentes, ineludibles e irreversibles”.
El Istmo concentra manglares, selvas, humedales, pastizales y bosques que sostienen la diversidad de servicios ecosistémicos del país: regulación del clima, captura de carbono, protección frente a huracanes y la captura de agua. Fragmentar este mosaico para abrir paso a trenes de carga, oleoductos y parques industriales significa interrumpir corredores biológicos esenciales para la conservación de jaguares, tapires, monos araña y decenas de especies en peligro de conservación, cuya vulnerabilidad se ve acentuada por dicho proyecto.
Pese al falso discurso de “sustentabilidad”, el programa regional del Istmo carece de una estrategia sólida para mitigar impactos ambientales, buscando, como vulgarmente se dice, taparle el ojo al macho.
A lo anterior se suma un contexto de violencia: organizaciones como el CEMDA han identificado al Corredor Interoceánico como uno de los conflictos socioambientales más graves del país, con un número particularmente alto de agresiones contra personas defensoras de la tierra. No se trata solo de impactos sobre flora y fauna, sino sobre las comunidades que, negándose al proyecto, han sido ignoradas o reprimidas.
La historia del ferrocarril porfirista debería servir de advertencia. En ese entonces, el fracaso derivó de una lógica de comercio global abruptamente cambiante. Hoy, en plena crisis climática y de biodiversidad, insistir en el mismo modelo extractivo e industrial en una de las regiones biológicamente más sensibles del país es repetir el error con consecuencias irreversibles. Quizá el verdadero progreso se base en reconocer la biodiversidad nacional, en velar por nuestros bosques, manglares y pastizales; y, claro, en reconocer la lucha histórica de los pueblos que la han defendido por generaciones.
*Coordinador del Grupo Parlamentario del Partido Revolucionario Institucional en la Cámara de Diputados LXVI Legislatura Federal
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